La remolacha roja, del mismo modo que sucede con la tinta de los calamares, deja huella. Sangra. Esta agresividad descarnada y aparente sólo es comparable a la inmensa dulzura y terrosidad de su sabor. En primavera y hasta bien avanzado el otoño, incluso entrado el invierno, me convierto en una especia de adicto. Me gusta comerla en sopas frías como acostumbran los lituanos, en el potente y maravilloso borsch, o combinándola con quesos de cabra y anchoas. La remolacha, por su dulzura, es un contrapunto estupendo con los platos ácidos y salados. Los franceses no sólo comen su carne, también las hojas que son realmente acelgas. Aquí, dado el escaso interés que existe por ellas, cuando uno busca remolachas en los mercados observa como en la mayoría de los casos reposan deshojadas en los estantes de las fruterías.

La remolacha es, además, una fuente inagotable de salud. Aporta muchas energías, contiene gracias a la betanina propiedades antioxidantes, y es rica en minerales. Se dice también que regala propiedades rejuvenecedoras a quienes la comen habitualmente y que es un potente anticancerígeno, debido igualmente a sus pigmentos rojos. Pese a todo ello he encontrado a lo largo de mi vida detractores inmisericordes de la remolacha. Qué se le va a hacer, yo también detesto los ajetes y he optado por no comer coles de Bruselas.

Sin embargo, la remolacha no hace más que reservarme buenos momentos en la cocina. Con unas simples anchoas y algo de aceite de oliva. Alejandro Dumas honró con su apetito voraz y su nombre a una ensalada famosa que combina los ingredientes más arriba citados, cangrejos de río y lechuga. Cada vez que repaso su diccionario me reencuentro con alguna idea capaz de despertarme hambre.

Cocerla significa aproximadamente dos horas pero cuando al final después de haberme embadurnado las manos de carmesí aparece la remolacha en todo su esplendor lo primero que me viene a la cabeza es cortarla en rodajas y acompañarla de un queso de cabra fresco. La mezcla es imbatible. O bien, encurtida, servirla de guarnición con una buena ternera cocida, de porte gelatinoso, acompañada de unos buenos pepinillos. Cuando la preparaba pensé en hacer con la mezcla una conserva para tener ocasionalmente tarros a mano.

El borsch es una de las búsquedas culinarias que no me han abandonado. Siempre vuelve el deseo de comerlo, no tanto de cocinarlo porque se trata como explicaré más adelante de una sopa completa algo laboriosa. Hubo un tiempo en que no perdía la oportunidad de explorar restaurantes rusos fuera de Rusia, no sólo por la comida, aunque el borsch se convertía en una excusa. Avanzado todavía el siglo pasado esperaba, empujado por la literatura, hallar en ellos el rastro de esa especie tan misteriosa que son los rusos blancos y sus descendientes. Ahora sé que ya no es posible y lo único que se puede encontrar son mafiosos. Pero recuerdo varios locales a los que no me importaría volver: en Londres, el Nikita’s, del barrio de Chelsea, no sé si seguirá abierto; el Russian Samovar, de Nueva York, donde comí los mejores piroshkí con col, de Roman Kaplan; La Cantine Russe, de París, en el que sí vi rusos blancos mezclados con turistas soviéticos, tarareando las canciones de los músicos; El Cosaco, de la Plaza de la Paja, en Madrid, un clásico, y el Pasternak, tremendamente acogedor, de Berlín, junto a la Torre del Agua.

Pero hablemos algo del borsch. La sopa de remolacha conocida por ese nombre es uno de los potajes más nutritivos y mejores que conozco. Si quiere enojar a un ucraniano sólo tiene que decirle que el borsch es ruso. La verdad es que, desde tiempo inmemorial, ucranianos, rusos e incluso polacos se han atribuido a sí mismos su creación. Puede que todos tengan parte de razón: lo más probable es que este plato surgiera en la Rus de Kiev o en los territorios circundantes cuando no existían aún ni Polonia, ni Ucrania, ni por supuesto la Federación Rusa. El nombre de la sopa proviene de brsch, la palabra que el eslavo antiguo tenía para aludir a la remolacha. Además de ésta, los ingredientes imprescindibles del borsch son la col, la patata, la cebolla, la zanahoria y algún ingrediente acidificante para que la remolacha no pierda su color púrpura durante la cocción. A partir de esa base común, hay infinidad de variedades regionales, cada uno tiene su propio toque distinto a la hora de preparar el borsch. Pero hay algo que es necesario tener en cuenta, todas y cada una de las variedades locales cuentan con un denominador común: la remolacha siempre se sofríe por separado del resto de las hortalizas. El borsch se puede hacer con caldo de carne, de huesos, de ambas, o vegetal. A modo de acidulante se pueden utilizar tomates, manzanas, ciruelas pasas, limón o vinagre. Como acompañamiento, judías, champiñones frescos o desecados, pescado curado o fresco, ganso, pato, pollo, etcétera. Se pueden añadir salchichas, setas, nabos, colinabos, calabacines o pimiento dulce.

Para cocinar borsch he interiorizado la receta magistral que consagra el Larousse Gastronómico y que atribuye a Madame Witwicka y S. Soskine. Por los nombres de los autores pensarán que me estoy inclinando hacia el lado polaco y, sin embargo, la inspiración de la receta es ucraniana. Tomen nota por si quieren intentarlo: saltear con manteca de cerdo dos cebollas peladas y picadas, por un lado; 200 gramos de remolacha cruda cortada en láminas, por otro. Dejar cocer a fuego lento. Hervir un kilo de carne, de vaca a ser posible, en dos litros de agua. Espumar. Añadir 500 gramos de col blanca lavada con agua y vinagre y cortada en tiras, tres zanahorias, una rama de perejil, varias ramas de apio deshilado, así como las remolachas y las cebollas sofritas. Salar. Cocer en poco agua cuatro tomates maduros, colarlos, añadirlos al potaje y dejar cocer otras dos horas. Incorporar entonces unas patatas cortadas en cuartos. Aparte preparar un roux con manteca de cerdo y harina, desleír con un poco de caldo, verterlo en el borsch con dos cucharadas de hinojo picado y dejar hervir quince minutos más antes de servirlo. Se acompaña con nata líquida presentada en un cuenco. Los ucranianos tienen como costumbre alternar la crema líquida con los pampushky, unos bollos salados horneados, rociados de una salsa verde elaborada con aceite de girasol, perejil, ajo, sal y pimienta. Yo prefiero el contraste de la nata. Cocinar un buen borsch puede resultar algo laborioso, pero no es complicado y casi nadie suele arrepentirse de ello debido al buen rendimiento del plato.