Rebelión en la granja tecnológica de Silicon Valley. En el mismo valle estadounidense en el que un día florecieron las mayores empresas digitales, se gesta ahora el primer movimiento contrario a las redes sociales y sus efectos nocivos. Los colosos tecnológicos Facebook o Google han pasado de estar en la cima, en un Olimpo intocable donde todo lo que hacían iba a mejorar el destino de la humanidad, a estar en el punto de mira de un grupo de exempleados del sector dispuestos a luchar contra la epidemia de adicción tecnológica y otros deterioros sociales que están desatando estas intocables multinacionales que un día ayudaron a construir.

Esta especie de Liga de la justicia tecnológica que nace en EEUU viene dispuesta a agitar el avispero. Trabajan en crear leyes para restringir el poder de las grandes compañías tecnológicas y advierten a padres, profesores y alumnos de los peligros de la tecnología para la salud. «Nuestra sociedad está siendo secuestrada por la tecnología», reza su manifiesto. Este grupo de expertos rebeldes no están solos. Los californianos residentes en el área de la bahía muestran, por primera vez, su rechazo a las empresas que pueblan sus tierras y sustentan su economía.

Los ciudadanos que ven el humo digital de la industria de Silicon Valley desde sus ventanas creen que las empresas del valle ofrecen productos nocivos para su salud. Hablamos de Google o Facebook, gigantes en el sector que, «no ayudan al ciudadano», tal como consideran los encuestados en el Barómetro de Confianza de California. El sondeo muestra un importante crecimiento en el último año de las personas que piden una regulación más estricta de la industria tecnológica. Responsabilizan a las empresas del sector de las violaciones de datos, piden multas por publicar noticias falsas o exigen transparencia en la divulgación de anuncios, tras la propaganda rusa que se tragaron durante las últimas elecciones presidenciales. Intoxicados con todo lo que ven, oyen y huelen desde sus ventanas (pantallas), los californianos se muestran especialmente recelosos de las redes sociales. Y Facebook, el rey del sector con más de 2.000 millones de usuarios, lo sabe.

Lavado de cara

Mark Zuckerberg, dueño de Facebook, Instagram y Whatsapp, trata de lavar su imagen. Lo lleva haciendo desde que se enteró que su producto era una droga dura que terminaría por matar a sus consumidores. El año pasado recorrió Estados Unidos, tratando de buscar aliados más allá de la bahía de California. Sabía que la bomba de la propaganda rusa infiltrada en su plataforma digital estaba a punto de explotar.

En 2016, la población tragó por completo con todo lo que le ofrecía Internet. En 2017, llegó la conmoción por el florecimiento por los «memes» ofensivos, mensajes de odio en las redes y la certeza de que más de 29 millones de usuarios estadounidenses vieron alguno de los más de 3.000 anuncios que Rusia coló en Facebook camuflados de noticias verdaderas para desprestigiar a la candidata demócrata Hillary Clinton y aupar a Donald Trump.

Hoy Facebook admite su error en el caso conocido como Rusiagate: «Fuimos demasiado lentos para detectarlo», explica Samidh Chakrabarti, responsable de producto de colaboración cívica de la plataforma de Zuckerberg. También reconoce la interferencia de las redes sociales en la democracia porque «amplifican la intención humana, tanto la buena como la mala», tal como argumenta.

Sin embargo, 2018 es el año del despertar. Si esto fuese el mito de la caverna del filósofo Platón, la sociedad está a punto de salir de la cueva y descubrir que esas sombras que estaba viendo en absoluto se parecen a la realidad.

Abrir los ojos de los ciudadanos y conseguir leyes que vigilen a compañías tecnológicas que hasta ahora tienen un poder casi ilimitado a la hora de manipular la conducta individual y colectiva es la función del Centro de Tecnología Humana, formado por exempleados de Google, Facebook o Apple. Conocen lo que hay en el interior de la caverna y se han propuesto ayudar a la sociedad a descubrirlo y salir de ella. «Estábamos en el interior, sabemos cómo hablan y cómo funciona la ingeniería», destaca Tristan Harris, exempleado de Google y portavoz del grupo. «Forzados continuamente a rendir por encima de sus competidores, Facebook, Snapchat, Instagram y YouTube utilizan técnicas de persuasión cada vez más elevadas para mantenernos pegados (a las redes)», denuncia este movimiento.

La carrera de los gigantes de la tecnología por conseguir más y más usuarios hace temblar los pilares de la sociedad. La salud mental de las personas, las relaciones sociales, la educación de los niños y la democracia están en peligro, advierte la organización. A través de la campaña The Truth About Tech (La verdad sobre la tecnología), financiada por la asociación sin ánimo de lucro Common Sense Media, pretenden concienciar a la sociedad sobre los peligros del uso de la tecnología, incluida la depresión que puede generar el uso intensivo de redes sociales. Con estos datos no es de extrañar que incluso Tim Cook, presidente ejecutivo de Apple, declarase el mes pasado que no permitiría que su sobrino utilizase las redes sociales.

Los efectos nocivos para la salud del uso de internet y las comunidades sociales es uno de los argumentos que sustentan la lucha de este grupo de presión formado por los talentos fugados de Silicon Valley. Tristan Harris, exdiseñador ético en Google; Roger McNamee, inversor temprano de Facebook, Sandy Parakilas, exgerente de operaciones de Facebook; Lynn Fox, exejecutiva de comunicaciones de Apple y Google; Justin Rosenstein, creador del botón me gusta de Facebook y Renée DiResta, experta en bots, son algunos de los nombres propios que tratan de poner fin al abuso de poder de un sector que conocen bien.

El maldito algoritmo

Tristan Harris, el especialista en ética de Google y experto en tecnología persuasiva, explica en varias publicaciones cómo funciona el pirateo cerebral, es decir, cómo las plataformas digitales son capaces de crear adicción y moldear el comportamiento humano.

La clave está en el algoritmo, ese conjunto de instrucciones matemáticas diseñadas para que los ordenadores hagan determinada operación. A través de la matemática se le da al consumidor lo que quiere comprar, pero también lo que supuestamente quiere pensar, en otras palabras, a la hora de mostrar contenidos en las redes sociales o de jerarquizar los resultados de búsqueda en Google se da prioridad aquellos contenidos que se ajusten a las preferencias que el usuario ha mostrado previamente en su historial de navegación. El resultado es que la gente sólo acaba leyendo posts de otras personas que piensan igual o publicaciones que confirman y refuerzan sus creencias. Es lo que se ha llamado el filtro burbuja, es decir, cada persona ve su propia versión de internet, diseñada para crear la ilusión de que todos los demás están de acuerdo con ellos. El negocio es redondo porque el usuario está contento con lo que ve y los anunciantes llegan a la audiencia de forma más eficaz al estar perfectamente segmentados según sus gustos. El modelo de negocio basado en algoritmos mantiene al usuario encerrado dentro de su propia caverna. La magnitud del problema no se soluciona contratando a personal para revisar las publicaciones de las plataformas, como han hecho Facebook o Google. El error está en la base, en cómo está montado su negocio para ganar más dinero a través de la publicidad explotando nuestras debilidades como especie.

Crear leyes para ejercer un mayor control sobre las prácticas abusivas de las plataformas, es la otra línea de trabajo de esta liga de la justicia. «Facebook y Google son ahora tan grandes que las herramientas tradicionales de regulación pueden dejar de ser efectivas». Con estas palabras Roger McNamee, uno de los primeros inversores de Facebook, explica la necesidad de cambiar las reglas del juego.

En una extenso artículo para el diario Washington Monthly explica su relación con Mark Zuckerberg y cómo creyó en el proyecto hasta observar extraños movimientos en la plataforma durante la campaña electoral de 2016 en EEUU o en el Brexit, que llevó a los británicos a votar a favor de la salida de la UE. «Los rusos manipularon los resultados y, a menos que se realicen cambios importantes, seremos manipulados de nuevo pero esta vez, no sabremos quienes son los manipuladores», advierte.

Para McNamee 2016 fue solo el comienzo y, por eso, empezó su guerra contra Facebook y las empresas del sector. En julio de 2017, Roger McNamee y Tristan Harris se reunieron con dos miembros del Congreso en Washington. Éstos se mostraron interesados en el argumento del daño a la salud pública y el creciente monopolio de las plataformas. La Ley de Anuncios Honestos (Honest Ads) fue el primer paso político. La intención era extender la regulación actual de anuncios políticos a las plataformas digitales. Los representantes de Facebook, Google y Twitter que acudieron a la audiencia en el Comité Judicial del Senado evitaron apoyar la ley que les exigía más transparencia. Sí se comprometieron a prestar más atención al contenido de sus plataformas y anunciaron contrataciones para revisar las publicaciones.

Sin embargo, Richard Salgado, director de Google para la seguridad de la información, dejó claro en su intervención que Google se consideraba una plataforma tecnológica y no unaempresa de medios o un periódico. Las empresas del sector encuentran en este argumento el salvavidas que los exime de rendir cuentas a nadie.

Dos iniciativas

Aún queda mucho trabajo por hacer. El Centro de Tecnología Humana opera junto a los políticos y respaldan dos iniciativas. Por un lado, la del senador Edward J. Markey que intenta financiar investigaciones sobre los efectos de la tecnología en la salud de los niños y, por otro, el proyecto del senador Bob Hertzberg para ilegalizar los bots, también conocidos como usuarios fantasma o perfiles falsos en el ámbito de las redes sociales. Son robots digitales capaces de mantener una conversación con cierta apariencia de humanidad. La transparencia sobre el funcionamiento de los algoritmos es otra de las peticiones de esta organización. Facebook acaba de cambiar el suyo sin preguntar. Sobre los algoritmos que mueven el resto de redes sociales ni siquiera se habla. El asunto, trasladándolo a la vida analógica real, sería equiparable a que nadie conociera el contenido de la Constitución o del Código Penal y que estos textos fundamentales cambiaran arbitrariamente. Y la importancia de algoritmo, en cuanto que es quien jerarquiza y selecciona la información que millones de usuarios reciben al día es difícil de minimizar en una sociedad altamente digitalizada, como la que se está implantando en los países desarrollados.

El uso de los datos de los usuarios es otro de los temas a legislar. La organización de expertos propone endurecer los contratos entre las plataformas y quienes las usan. En el caso de los ordenadores, al actualizar su sistema operativo se renueva el acuerdo entre las partes.

El usuario puede elegir no aceptar los requisitos y continuar con el sistema viejo. En las redes sociales, las nuevas normas se imponen: o las aceptas o se cierra el perfil, tal como denuncian desde el Centro de tecnología humana. Hablan también de la explotación comercial de los datos. «Las redes sociales no sólo usan los datos en sus propios sitios, sino que los alquilan a terceros para su uso en internet», alertan. La justicia alemana ya ha tomado cartas en este asunto y este mes ha dado la razón a una asociación de defensa de los derechos del consumidor al considerar que Facebook hace un uso ilegal de los datos personales.

Es un problema que está cambiando nuestro mundo, a escala micro y macro. Desde los comportamientos individuales más íntimos hasta los grandes procesos electorales, con la llegada al poder de políticos radicales. Facebook o Google son, en palabras del magnate estadounidense George Soros, una «amenaza para la sociedad y un obstáculo para la innovación». El poder de estas plataformas, añade, «podría degenerar en una alianza entre los estados autoritarios y estos grandes monopolios repletos de datos». En otras palabras, tienen la capacidad de crear «una red de control totalitario que ni Huxley ni Orwell podrían haber imaginado».