Gonzalo Torrente Ballester era ferrolano del 1910 y falleció en Salamanca hace veinte años. Miope al máximo, gruñón a la par que zumbón, hombre de erres marcadísimas, fumador cuando tocaba, padre de once hijos, silbador de tangos en sentido literal, conoció un éxito tan inesperado como rotundo ya en edad provecta. Fue académico, Cervantes, Príncipe de Asturias, ganó el Planeta, todo. Pero cuando lo conocí, en 1973, era un hombre desesperanzado que parecía no aguardar nada ya.

Toda su vida cargó, sin embargo, con el sambenito de haber sido falangista de veinteañero («me hice de Falange para salvar la vida; habían matado a casi todos mis amigos», repitió miles de veces). Poco se recordaba la represión que sufrió al decantarse pronto por la línea Ridruejo contra el régimen de su paisano Franco, que lo puso en la calle cuando suscribió el apoyo a los mineros asturianos en los 60 tras haberlo sumido en la censura y el silencio una y otra vez. Sin embargo también, con Delibes y Cela formó la trilogía de los novelistas intocables de su tiempo. Cuando al segundo le dieron el Nobel, tuvo un acto de lucidez al afirmar que quien se lo merecía era don Gonzalo.

Lo sabía todo sobre literatura y mucho más si cabe sobre la vida. Escribía reinventando su prosa una y otra vez, vanguardista antes de las vanguardias, autor total, una gozada impagable para los lectores. Ese hombre me enseñó a mí a leer y a escribir: a leer, no a pronunciar palabras; a escribir, no a juntar palabras. Le oía contar los argumentos de lo que traía entre manos con la boca abierta, pasmado antes sus dotes de narrador.

Metía miedo su sabiduría narrativa. Hoy, se reeditan sus obras: última oportunidad antes de que estos tiempos de incuria arrasen del todo con la literatura. Ya la censura, en efecto, se cebó con su Javier Mariño al poco de terminar la guerra. Con El golpe de estado de Guadalupe Limón preludió lo que luego sería el «boom» hispanoamericano. La trilogía Los gozos y las sombras tuvo su aquel exitoso, escaso comparado con el que conllevó que lo pasasen a serie televisiva. Don Juan era su novela preferida, siempre le dolió que no la considerasen como tal.

Después de la indiferencia ante Off-side, se marchó a los EEUU, harto del ninguneo. El bombazo llegó en 1972 con La saga/fuga de J. B.: extraordinaria, aparentemente difícil, con una gracia a chorros, magistral de verdad. Qué monumental novela. Actualísima, genial literalmente. Y ahí empezó a subir Torrente Ballester como nunca esperara. Siguió con Fragmentos de Apocalipsis (lo estoy viendo contar: «¿Te imaginas a un indio sioux reptando por Compostela?») y La Isla de los Jacintos Cortados en 1980. Fue antes del Planeta con Filomeno, a mi pesar y de la luego cinematográfica Crónica del rey pasmado. Y más y más.

Su esposa Fernanda Sánchez-Guisande lo guiaba, apenas veía. Y escribió teatro (y fue crítico teatral) y ensayo: El Quijote como juego es otra obra maestra total, un homenaje a Cervantes y un desborde de ingenio y prodigio lector. Y en Los cuadernos de un vate vago o los Cuadernos de La Romana se muestra a diario, en zapatillas pero en alto periodismo cultural. Ahora, reeditada esta fuente de placer a todo trapo, solo queda que algún despistado la descubra y se una a la cofradía torrentiana. Señoras y señores: eso sí que era un escritor.