Nada más salir su nombre a la palestra, con las barbas de Griñán recién puestas al remojo, empezaron a crepitar los teléfonos del socialismo de Málaga. Mensajes de ida y vuelta, como castañas al fuego. La mayoría de un entusiasmo participativo parecido al que provocan los goles de los delanteros más cuestionados en las peñas. Gente incondicional, simpatías y también enemigos y escépticos. Y no porque Susana Díaz sea la reina de la ambivalencia, sino por su larga, larguísima trayectoria en las catacumbas del partido. Nadie, ni siquiera ella, es capaz de desfilar por todas las divisiones de una organización política sin despertar la furia sibilina de alguna que otra panda de compañeros. Son tiempos de batalla interna y silenciosa y en eso Díaz ha aprendido a moverse como los antiguos consejeros áulicos que derrocaban a los señores con tenacidad y buenos sentimientos.

Adorada por su equipo, esforzada y expresivamente honesta, la número dos de la Junta, al menos de la Junta que no dirige Valderas, conserva como pocos la aureola de superviviente de toda clase de zancadillas y lanzadas internas. En primer lugar por su edad, pero también por un cambio de paradigma en esto de ser político que tiene en principio mucho más que ver con lo generacional que con lo ideológico: Díaz representa el salto a la primera línea de la hornada surgida al socaire de las juventudes de los partidos. Y, además, con todos los extra. Experiencia laboral restringida al PSOE, ascenso en los cargos de representación pública y una carrera, Derecho, sacada a trompicones y siempre al rebufo de otras empresas. En este caso, el partido, siempre el partido, aunque también instituciones últimamente tangenciales como el Ayuntamiento de Sevilla, al que llegó con tan sólo 25 años.

A Susana Díaz no se le puede decir que no conoce el funcionamiento de la administración. Pese a nacer en la época, 1974, en la que Felipe González se probaba chaquetas para asistir a contubernios, acumula temporadas como edil, diputada, parlamentaria y más recientemente consejera, cargo al que accedió a través del hombre que está llamado a precederle en la cúpula andaluza del socialismo, donde ya hace tiempo que es vista como algo más que una adelantada de la cuota joven y de las listas cremallera. Después de ocupar la secretaría de Organización del PSOE y tumbar a un peso pesado como Antonio Viera en la lucha por la plaza de Sevilla, casi siempre determinante de la del conjunto de Andalucía, a Díaz le avalan sus galones -ocupa la consejería más peleona de la Junta y la dirección regional del partido- pero también una fama levantisca que sus seguidores no tardan en reblandecer con todo tipo de elogios hacia su trato y su presunta mano izquierda. De Díaz se dice que sabe hacer equipo y legión y comandar dejando a casi todo el mundo contento; salvo a sus enemigos naturales -en Sevilla ser el jefe del socialismo es todavía mucho más que un honrado ministerio-.

Especializada en esta legislatura en azotar sistemáticamente al PP, descargando a Griñán de la bajeza del golpe contra golpe y del acaloramiento, Díaz también sabe sonreír y además de un modo armónico y contagioso, muy sevillano, en consonancia con su perfil de abanderada trianera. A pesar de que el socialismo, Ibarras y Bonos aparte, nunca hizo demasiado aprecio del chauvinismo y la charanga patriotera, a la líder de los socialistas andaluces le falta ponerse un azulejo en la calle Betis para fundirse con la tierra; verdiblanca como Gordillo y Curro Romero, probó los primeros lodos de la alta política en la agrupación del barrio, donde también se casó con su novio de toda la vida y hasta paseó en carroza por dos veces: primero, en su boda, de blanco y con jamelgos, y más tarde cuando hizo de Baltasar en la cabalgata de los Reyes.

Cofrade y de La Esperanza, la sevillana, que no la malagueña, Díaz no parece fácil de tumbar a la primera. Trabaja, según cuentan, a destajo y casi siempre acierta en sus apuestas. El único error de cálculo fue decantarse por Carme Chacón en lugar de Rubalcaba. Un traspiés en la quiniela que, sin embargo, no la ha alejado del juego de poder que maneja los hilos de San Telmo. Su figura, de mucha menos cintura teórica que la de Griñán, aunque más decidida e impetuosa, se agigantó a partir de tres movimientos que todo el mundo señala como hitos en su proyección: la campaña de las pasadas elecciones autonómicas, en la que los socialistas mantuvieron el poder pese a pegarse un batacazo legendario en el número de votos; la negociación con IU, en la que fue pieza clave; y la pacificación entre bambalinas de la última etapa bicéfala del PSOE en Andalucía, con Chaves metiéndose en el enroque de Zapatero y un Griñán ávido de aclarar su nuevo imperio.

En las filas del PP, sin duda, su nombre no suena a cómplice encubierto. La socialista se ha consagrado en la tarea de irritar a los populares. Incluso con su retórica. Es Susana Díaz un político de respuestas muy claras y casi siempre afines al ideario de cabecera del partido, sin espacio para el exotismo y los pronunciamientos personales que tanto distinguieron la época de Peces Barba y la de Guerra. Con mucho feligrés y detractor entre la masa social del PSOE, la llamada mano derecha de Griñán coquetea con nuevas responsabilidades con un bagaje oficial de enemigos que apenas incluye fuera de la oposición al Defensor del Pueblo, el cura Chamizo, que la acusa directamente de haber pedido su cabeza tras la última perorata del sacerdote sobre la inepcia de los políticos y su incapacidad para resolver las carencias de la gente. Se acerca Susana Díaz a uno de sus grandes retos, aunque, eso sí, antes empezarán a volar cuchillos en todas direcciones. Quedan tres años de agitación. O apenas unos meses. Según se mueva la maquinaria orgánica del partido, esa misma que ella ha aprendido a carburar y pilotar como si fuera su segunda naturaleza. Y sin que le vaya muy mal. Todo sea dicho. Al menos, de momento.