«Estaban cerca del puente. Parecían hechos de plata. Les daba en la cara el brillo de la luna». Con esta descripción, aportada por un vecino, Alfarnatejo comenzaba hace unos meses a amarrar los demonios de la Guerra Civil y el franquismo. Mientras las palas se abrían hueco en el cementerio, en las calles se descerrajaba un manto aún más denso; un silencio casi tangible, impenetrable, de más de setenta años. Cuenta Andrés Fernández, arqueólogo, que al iniciar la búsqueda de los restos de Francisco López, Salvador Alba y Fernando Conejo-un brigada, un carabinero y un recovero asesinados en 1937-nadie quería inmiscuirse. Los mayores callaban y sus hijos, incluso, les reprendían si les veían acercarse al equipo técnico.

El paso de las décadas, la aprobación de la ley de la memoria histórica no había sido suficiente. Ni siquiera el eco de los trabajos, también dirigidos por Fernández, en otro camposanto, el de San Rafael, en Málaga. Ahora, dos años después, el arqueólogo, junto al resto de investigadores, se pasea entre saludos afectuosos por la plaza del pueblo. Se habla sin tapujos. Salta el cerrojo de los testimonios. Y con ellos los horrores de un tiempo que en un municipio como Alfarnatejo, de alrededor de medio millar de habitantes, forman parte del pasado, pero no de un pasado lejano, ni mucho menos indolente.

Algo, sin duda, ha cambiado en en sus calles escarpadas. Justo en el momento que se condena a Garzón, en el que los crímenes franquistas todavía desasosiegan, Alfarnatejo se ha ganado el derecho a la serenidad, al respeto. La investigación, iniciada a petición de los familiares, en octubre de 2009, deparó el descubrimiento de nuevas fosas comunes. Han sido recuperados siete cuerpos. Una pareja de colaboradores de la guerrilla, dos hermanos fusilados por los milicianos y los tres que reclamaban los familiares. Es lo que convierte a la exhumación en un trabajo pionero, y no sólo por ser la primera tumba abierta de la provincia fuera del escenario criminal de Málaga, el de San Rafael, sino por restaurar las historias de las víctimas de tres momentos diferentes: el fuego de los milicianos, la Guerra Civil y la represión franquista. «Los vecinos vieron que se rescataba y se dignificaban también los restos de los fusilados de las milicias. Se animaron a hablar. Vieron que no había ni rencor ni revancha», explica.

La pareja aniquilada por los milicianos fue encontrada en un boquete que bordeaba el recinto. La indagación documental, junto a las palabras posteriores de los vecinos, permitieron reconocerlos como Los Garabatos, dos hermanos procedentes Loja, que estaban al cuidado del ganado de un cortijo. Fueron tiroteados en 1936. Los más mayores recuerdan la perseverancia de un perro, que, durante días, anduvo de duelo, rasgando el terreno en el que descansaban.

A pocos metros de allí, cerca del lugar en el que se presumía la fosa de los represaliados por los nacionales, fueron localizados los cuerpos de Los Postemas, Manuel y Francisco Robledo, ligados a los maquis, a la partida de El Candiles. Dieciocho meses después del fin de la excavación, resulta difícil imaginarse el olor de la tierra. El cementerio ha sido convertido en una especie de solar, en espera de que la crisis permita levantar un parque. Fue precisamente ese proyecto, comenta Antonio Benítez, alcalde de Alfarnatejo, el que llevó a autorizar los trabajos. Las fosas estaban debajo de los nichos. El traslado de los cuerpos permitía por fin indagar en las capas donde se ocultaba la memoria. Muerte debajo de más muerte. Los Postemas fueron los últimos en alojarse en el cementerio a lo salvaje, víctimas del fanatismo. Según el acta de defunción, murieron en diciembre de 1949, a las afueras del pueblo. Les acusaron de extorsión y pillaje, que es lo que, acotaba el régimen para evitar que trascendiera la existencia de la guerrilla, señala Francisco Espinosa, de la Asociación contra el Silencio y el Olvido por la Memoria Histórica.

Desde el comienzo de los trabajos, Pepe Alba, hijo de Salvador, el carabinero fusilado en 1937, se acostumbró a visitar a diario el camposanto. Los investigadores dieron con un rompecabezas. La fosa de su padre, en la que también reposaban los restos del brigada y el recovero, no aparecía. Andrés le recuerda al lado de los cipreses, paseando casi sin saberlo por el mismo punto de tierra que contenía a su padre, a los restos de su padre, dando ánimos, convencido de que la verdad emergería a la superficie. En la familia, cuenta, existían dos versiones sobre el paradero. Su tía, por las noches, se acercaba a un lateral del cementerio para echar flores por encima de la tapia.

A la entrada de los nacionales, el padre de Pepe decidió presentarse en el cuartel y esperar órdenes. Su suegro le recomendó que huyera, pero no quiso. Insistía en que era su trabajo y en que él no había cometido ningún delito. Le acompañaba el brigada Francisco López, de 50 años. Ambos desarmados, en un régimen de semilibertad. Carecían de pasado político, por más que los carabineros fueran un cuerpo asociado a la República. Francisco Ramírez, nieto del brigada, recuerda, incluso, una circular, de 1934, en la que se instaba expresamente a mantenerse al margen de las trifulcas ideológicas.

Una noche, justo cuando parecía que su liberación estaba cerca, los obligaron a subir a un vehículo. Fueron fusilados junto a Fernando Conejo, un adolescente de Riogordo que se ganaba la vida vendiendo por los pueblos. Se le pidió a un lugareño que fuera a una zona a la entrada del pueblo llamada el Mal del Infierno. Había que reconocer los cuerpos. El hombre era cuñado de Salvador. Lo identificó por el uniforme. Y se echó las manos a la cabeza. ¡Es inocente, inocente!, comenta Miguel Alba, familiar del carabinero y coordinador de la asociación en La Axarquía.

Durante años, Pepe, Miguel y Francisco se han preguntado las razones del fusilamiento. El carabinero, cuenta su hijo, fue denunciado por un familiar. La represión también se solapó en Alfarnatejo con las inquinas personales, el despecho. Los Alba fueron masacrados en el pueblo. El abuelo de Miguel era el alcalde, recordado con un placa en la plaza principal de Alfarnatejo. El padre de éste, juez de paz. Ambos fueron arrojados en las fosas de San Rafael. El poder político castigado por el poder económico. «Puede que alguno les molestara que se le exigía dar peonías a las familias», precisa Miguel.

Francisco, el nieto del brigada, ha renunciado a desvelar el misterio. «Los carabineros reprimían el contrabando y los delitos fiscales. Pero no, sigue siendo incomprensible», declara. El trabajo de los arqueólogos ha cerrado una página que sigue dolorosamente abierta, pero de un modo mucho menos humillante. Durante décadas, fue la sombra y el silencio. Las vejaciones. La mujer del carabinero se escondía en el corral de la casa, junto a las bestias, para gritar sin que nadie la viera. El cuñado de Salvador, que casualmente fue el que tuvo que reconocer el cadáver, quedó marcado de por vida.

Represalias. Las represalias siguieron a los tiros. Pepe recuerda las mañanas en el colegio y el dolor frente a una placa, colocada en la iglesia, que recordaba a los caídos, algunos de los caídos, en la guerra. Más tarde intentó obtener una plaza profesional que le fue denegada por ser hijo de fusilado. La razón oficial todavía les pesa a los familiares. «Le dijeron a mi madre que había muerto por enfrentarse a las tropas y eso es mentira», señala.

En Alfarnatejo, no hubo resistencia. Los nacionales penetraron en un pequeño pueblo serrano en el que tampoco había sonado la metralla de los meses anteriores a la entrada de los sublevados. El alcalde recuerda un pacto de la UGT. Sin embargo, hubo crímenes. A los siete cuerpos recuperados en el cementerio, se une otra fosa ubicada en la entrada del pueblo, que la familia ha preferido que no se exhume.

La investigación ha permitido el reencuentro de los Alba y los López, cuyos familiares compartieron trabajo y cuartel. La represión significó el traslado de sus descendientes. La mujer del carabinero permaneció en Colmenar, la familia del brigada se fue a Nerja. Allí vieron la implantación de las tropas italianas. Los soldados les recomendaban en un castellano andrajoso que no lloraran. «Decían que era peor. Que había órdenes de dar aceite de ricino y pelar al rape a las mujeres que lo hicieran», comenta Francisco. Alfarnatejo ha desplazado a sus fantasmas. Pero no quiere olvidarlos. «Lo que me da pena es que todo esto no se estudie más y se sepa en las escuelas».