Tras la Segunda Guerra Mundial, Europa quedó reducida a cenizas y el continente se dividió en dos bandos aparentemente irreconciliables, cada uno cobijado bajo el paraguas de una potencia exterior: la Unión Soviética, al Este, y los Estados Unidos, en la vertiente atlántica. Durante unos años, Washington y Moscú coquetearon con la posibilidad de insertar en el corazón de Europa a una Alemania otra vez unida, aunque tutelada y sin ejército. Como digo, no pasó de ser un tanteo, porque, en su lugar, se impusieron sendas alianzas militares „la OTAN y el Pacto de Varsovia„ y el proyecto de lo que posteriormente conoceríamos como Mercado Común. El viejo continente necesitaba recuperar el pulso económico y a ello se dedicaron todos los esfuerzos. Las ayudas del Plan Marshall permitieron impulsar las infraestructuras, sostener las nuevas instituciones y levantar la industria. Los dirigentes de la democracia cristiana junto a los socialdemócratas lograron erigir una envidiable sociedad del bienestar.

Durante unas décadas dio la sensación no sólo de que Europa vivía en el mejor de los mundos posibles, sino de que además había encontrado un camino propio y ejemplar tras una locura de siglos. En vez de una narrativa del enfrentamiento, surgía el relato de la cooperación transnacional. En vez de la disyuntiva del capitalismo salvaje o del comunismo totalitario, Europa proponía el modelo de la economía social de mercado: la libertad unida a la justicia y el desarrollo unido a una inteligente modulación de la economía social. A nuestro favor jugaba una demografía boyante, la calidad de las nuevas instituciones, la productividad industrial y, sobre todo, un prolongado periodo de paz. El crecimiento fue espectacular a pesar de que, en cierto modo, esa riqueza no era del todo real, sino que se amasaba de prestado.

Setenta años más tarde, sin embargo, las costuras de Europa vuelven a ser evidentes en forma de irrelevancia internacional, shock demográfico y señales de estancamiento. Washington ya no cultiva su relación con nuestra orilla del Atlántico sino que mira hacia el Pacífico „los flujos comerciales y la larga sombra de China„ o analiza con detenimiento el riesgo de una bomba sucia en manos de Irán y la consiguiente desestabilización de Oriente Medio. En este nuevo mapamundi, la Unión Europea tiene poco que ofrecer, ya que ha dejado de actuar como un poder económico, diplomático o militar. Por un lado, sus actuales instituciones resultan poco operativas; por otro se enfrenta a la soledad del desinterés estratégico, un hecho que, sin duda, tendrá consecuencias. Cabe pensar que, sin el paraguas americano, incluso la larga pax que ha disfrutado el continente puede peligrar en algún momento del futuro.

Durante la Guerra Fría, Europa se permitió el lujo de arrinconar su gasto militar, confiando en el mando americano. Sorprende que, desde entonces, la consolidación de un contingente bélico no se haya convertido en un objetivo estratégico del viejo continente. Apenas el Reino Unido y Francia mantienen ejércitos medianamente operativos. España, en cambio, desguaza su único portaviones, reduce drásticamente los presupuestos así como la plantilla de las Fuerzas Armadas. En un contexto de intereses globales y precariedad presupuestaria, se puede interpretar el eclipse de Europa también en clave de defensa nacional. El siglo XXI requerirá más seguridad y no menos, al igual que mayor proyección diplomática „la UE hablando con una voz única„ y un gobierno comunitario más efectivo. Y si no se avanza en estas tres direcciones „seguridad, diplomacia y gobierno común„ el futuro de nuestro continente será, cuando menos, incierto.