La entrevista de Lance Armstrong en el programa de Oprah Winfrey, donde acuden a confesarse los famosos estadounidenses sobre los que pesa una culpa, ya es, probablemente, uno de los acontecimientos deportivos más importantes de este joven siglo junto con la irrupción de Messi, la aparición de Bolt, la consolidación olÃmpica de China y el fin de la imbatibilidad de la selección de baloncesto de Estados Unidos. Que el ganador de siete Tours, ejemplo de la lucha personal contra el cáncer y responsable de la expansión del interés por el ciclismo al mundo anglosajón y asiático, haya asumido que era un tramposo sacude la historia de la relación deporte-dopaje y deja pequeño cualquier antecedente.
A Estados Unidos no le ha temblado la mano en destronar a uno de sus mitos más queridos, uno de los que podÃa ganarles a los europeos en su propio terreno, en una de esas disciplinas -el ciclismo- de la que el Viejo Continente siempre se ha sentido más orgulloso y celoso. Armstrong ganó sus Tours de Francia en plena 'era Bush'. Muchos puristas de Europa siempre le creyeron un advenedizo. Al final, con su prolongado y calculado engaño, Armstrong ha terminado dándoles la razón. Lo que no pudieron demostrar las autoridades francesas, pese a sus continuados y no siempre bien encaminados intentos, lo han acabado los propios estadounidenses, lo que habla alto y claro de la 'tolerancia cero' con el tramposo que existe en ese paÃs. Armstrong lo tenÃa todo: su triunfo contra la enfermedad, la gloria deportiva (y económica), el respaldo del 'establishment' polÃtico y mediático de Estados Unidos... Pero la ley es la ley. Incluso para quien, como un dÃa él, fueron héroes.