Estamos tan preocupados con el coronavirus SARS-Cov-2 que se nos olvida que existen más enfermedades. Y virus con parecido potencial pandémico demostrado demasiadas veces a lo largo de la historia.

Los virus causantes de la gripe, también conocidos como influenzavirus, tienen un especial potencial pandémico. Ellos han causado algunos de los mayores brotes del siglo XX, con especial protagonismo de la conocida Gripe Española de 1918, pero también de la Gripe Asiática de 1957 o la Gripe de Hong Kong de 1968.

Esto no es casualidad. En los influenzavirus, como en los coronavirus, su material genético no está constituido por ADN, sino por ARN. Esta peculiaridad provoca que estos virus tengan una mayor tasa de mutación, lo que puede favorecer la aparición de nuevas cepas con nuevas capacidades, como infectar a otras especies animales.

Además, los virus de la gripe pueden mezclarse entre ellos en un proceso conocido como recombinación. Quiere decir que si la misma célula se infecta por dos influenzavirus de cepas diferentes, podría aparecer una tercera cepa con una parte de ARN de cada uno de los anteriores.

Estas características, unido al gran número de especies animales que estos virus pueden infectar, han llevado a que haya muchas variedades de virus de la gripe circulando entre nosotros.

La amplia diversidad de cepas representa un gran problema de salud pública. Existen vacunas eficaces contra los influenzavirus, pero las posibles mutaciones y recombinaciones hacen que la inmunidad que hayamos adquirido no resulte lo suficientemente efectiva.

Para hacer frente a estas epidemias la estrategia que seguimos en la actualidad es preparar nuevas vacunas de la gripe cada año. Estas vacunas se preparan con una mezcla de virus inactivados de las diferentes variedades que, se prevé, ocasionarán el brote esa temporada.

La estrategia, sin embargo, puede fallar. Es probable que la cepa principal del brote acabe siendo otra, que no esté presente en la vacuna. Incluso puede que una cepa, a pesar de estar presente en la vacuna, mute de forma que la inmunidad adquirida pierda eficacia.

Al infectarnos con un influenzavirus, o al inocularnos la vacuna, nuestro organismo responde creando anticuerpos frente a proteínas del virus, principalmente la hemaglutinina.

Esta glucoproteína está ubicada en la membrana del virus. Es muy importante en el desarrollo de la enfermedad, ya que permite que el agente infeccioso se una a las células para atacarlas. Pero además, es el principal objetivo de nuestro sistema inmune a la hora de defendernos contra estos virus.

La hemaglutinina se compone de dos regiones. La primera es la cabeza, la parte que más activa la respuesta inmune, pero que es altamente variable. La segunda es el llamado tallo, una región bastante más conservada y mucho más similar entre cepas, pero que no produce tantos anticuerpos.

Al ser la cabeza el principal motor de la inmunidad pero también una región tan variable, las vacunas deben estar actualizadas para poder ser eficaces contra la cepa imperante, provocando que se deban desarrollar vacunas nuevas cada año.

Sin embargo, si se crearan vacunas que dieran una gran respuesta inmune frente al tallo, la diversidad de cepas frente a las que podría inmunizar sería mayor.

Con este objetivo en mente, la opción más simple sería probar vacunas que no tuvieran la cabeza de la hemaglutinina, que contuvieran solo el fragmento del tallo. Pero esta opción ha sido probada sin éxito. La hemaglutinina es muy inestable sin la cabeza, lo que hace que la vacuna no sea efectiva.

No obstante, un amplio grupo de científicos de varias instituciones, entre las que se encuentran la Escuela de Medicina de Monte Sinaí, la Universidad de Chicago o la Universidad de Viena; ha logrado sobreponerse a este problema. Han creado lo que han denominado hemaglutininas quiméricas, hemaglutininas con cabezas distintas a las cepas circulantes, pero con el mismo tallo.

Experimentos de esta vacuna en animales de experimentación que no tuvieron contacto previo con ningún virus se mostraron efectivos. En ellos, tras el primer contacto, se observó una respuesta inmune fuerte contra la cabeza de la hemaglutinina y una débil frente al tallo. Semanas después se realizó una nueva vacunación, pero con otra hemaglutinina quimérica con el mismo tallo y diferente cabeza. En esta ocasión, los animales volvieron a mostrar una fuerte respuesta inmune frente a la nueva cabeza, pero también una buena respuesta inmune frente al tallo. Tras una tercera vacunación con una nueva hemaglutinina quimérica, los anticuerpos contra el tallo se impulsaban aún más.

Es decir, vieron que los animales, al entrar en contacto repetidas veces con virus que tenían el mismo tallo pero diferente cabeza en la hemaglutinina, acababan por tener también una fuerte inmunidad frente al tallo. Su organismo reconocía el tallo como algo común a todos, por lo que reclamaba mayores anticuerpos frente a él.

Sin embargo, este experimento no es representativo del mundo humano. Nosotros estamos en contacto con una gran variedad de influenzavirus, lo que podría hacer variar la respuesta inmune.

Por ello, como explican en su último trabajo publicado en la prestigiosa revista Nature Medicine, 51 personas recibieron estas nuevas vacunas con hemaglutininas quiméricas, comparando su respuesta inmune con la de 15 placebos. Los resultados indican que, también en este caso, se producen altos niveles de anticuerpos contra el tallo.

A pesar de las buenas perspectivas, esto supone tan solo un primer paso en el desarrollo de estas vacunas. Las hemaglutininas quiméricas desarrolladas contienen el tallo de solo un tipo de virus de la gripe. Se calcula que pasarán al menos dos años antes del desarrollo de hemaglutininas quiméricas con tallos de los diferentes grupos.

Además, de ser favorable este desarrollo, deberán crearse ? y cumplirse ? adecuados protocolos de vacunación para poder inmunizar a la población. Algo tristemente cada vez más complicado con el auge del escepticismo hacia la ciencia.

Si se superan estas barreras, la nueva vacuna resultará de gran ayuda. Se podrán reducir notablemente los niveles de virus de la gripe circulantes, favoreciendo la disminución de casos y gravedad en las epidemias de gripe.

Pero además, y no menos importante, al controlar la expansión del virus se reducirá el riesgo de aparición de nuevos virus pandémicos.