Una careta es una pieza fundamental del Carnaval. Es un elemento intrínseco que va ligado al alma de la fiesta. Es un añadido más al disfraz, al forillo y a las coplas. Hay caretas de todo tipo, de mil colores, hay tantas caretas como ideas en las azoteas de los autores y compositores del carnaval. Hay caretas vistosas y otras invisibles que durante los días de febrero es cuando más relucen en el rostros de muchos. Hay caretas que se mantienen todo el año con el único objetivo de hacer grande a un nombre y aumentar el número de seguidores de un grupo. Hay caretas con dotes representativos a la prepotencia y a la chulería injustamente impuestas por los siervos de la envidia. Caretas que sin quererlo te la han dibujado en el rostro y en tu esencia, desde el patio de butacas. La única manera de hacerlas desaparecer es a través de tu garganta.

Por mucho que te empeñes, el Carnaval tiene una idiosincracia que gracias a Dios Momo provoca que esa careta se caiga. Y entonces queda al descubierto el yo carnavalero verdadero, aquel que muestra tus segundas intenciones. Nadie duda que que todo aquel que se pone una careta ame a esta fiesta, pero tras esas caretas también hay una lucha de egos, de palmaditas en las espaldas para luego clavar bien la navaja. La careta. Tú careta. Mi careta. La de verdad. La humilde, la de escribir rimas acompasadas, la de crear músicas para que pasen a la posteridad. La del canto inagotable a su tierra. La de la risa desternillante. La mía esta dibujada con sus luces y con sus sombras, que no se borra durante todo el año pero que desde hace casi dos semanas se volvió reluciente. Me transforma en una carnavalera que se sienta en un patio de butacas para disfrutar, aunque a veces me den ganas de llorar con tanta carnicería. Don Carnal aquí me tienes en tu coliseo, tápame los oídos a tanto ruido externo y ayúdame a que mi alma sólo se alimente de Carnaval.