Galdós escribió en una de sus novelas que uno de sus personajes, una mujer que no paraba de tener hijos, paría «con la puntualidad de los vegetales». Me gustó tanto esa frase porque me di cuenta de que así es Málaga: con la puntualidad de sus flores, pare cada año una feria que muere, un carnaval que arde y una Semana Santa que expira para volver a nacer otra vez al año siguiente. Así es Málaga. Se nace y se muere a sí misma con cada ciclo que su luna gobierna con mano firme de plata.

Ya resuenan los cascos de los caballos guerreros de febrero a las puertas de la ciudad, ansiosos por saquearnos, por ponerlo todo patas arriba en una orgía de confeti desparramado. Viene la vida. Ya se siente. El carnaval está a punto de nacer otra vez. Volveremos a encontrarnos al don Carnal que dejamos atrás hace apenas un suspiro, resucitado de sus propias y cada vez más endebles cenizas.

Este, aunque sea nuevo, será el mismo carnaval en el que ya han palmado varios concejales de Cultura, se ha jubilado una legión de autores, han desaparecido grupos míticos, pero todavía sigue ahí Su Alcaldísima trasminando eternamente su retranca suavona desde el palco real. Este florecer de febrero nos trae la ilusión por el nuevo consejo asesor de la Fundación al que supuestamente se le ha dado el poder de enterrar un patronato que, a fuerza de ejercer la indigna propiedad privada de una fiesta pública, ha acabado aniquilando por aburrimiento a casi toda la generación más brillante de la historia de la fiesta. Algunos aguantan, otros no van a durar mucho. Y no hay quienes los sustituyan. Lo del consejo está mu bonito, pero de esas elecciones libres que se prometían, na de na en el horizonte.

Siento que este carnaval de Málaga que llega es menos de Málaga que nunca. Con la misma alegría que canto la suerte de que se llenen nuestras tablas con grupos de Almería, Cádiz o Granada, lloro la maldición de que, como sigamos así, sean los de fuera los que terminen manteniendo vivo un carnaval sin alma, sin identidad, porque en Málaga apenas quede nadie que sea capaz de hacer una buena murga o una buena comparsa.

Suenan tambores de guerra en los despachos. Ya no es ningún secreto que se está gestando una denuncia de un grupo de patronos contra Rafaé. Quieren recuperar lo nuestro, que pa eso ha sido siempre suyo. Una alegría. Mucho rollo de que «la fiesta enseña músculo», pero lo mismo el futuro del legado de mis coplas lo decide un juez a quien le importa el carnaval y su trayectoria lo mismo que a mí todo el código pená, es decir, na. Este carnaval que tanto me duele se parece más al que odié que al que amé. Y para colmo, en esta Andalucía de gaviotas alimentando aguiluchos, el carnaval pronto va a hacer más falta que nunca. Quizás mi pluma lleva años sin saber beber más que el veneno de la desilusión.

Pero anoche todo cambió. Ocurrió el milagro. Allí estaba yo, nerviosito perdío, viéndola por primera vez sobre un escenario, con esos ojos azules como una playa y esa sonrisa donde caben mil alcazabas y farolas, diciéndole al mundo que venía a continuar la guerra que empezó su padre. Desde arriba, en mitad del pasodoble me dijo con su vocecita de princesa de dos años: «papiiiiiiii, estoy cantado el carnaval».

En una sola frase morí y resucité, como Málaga, cada año, con la puntualidad de las biznagas, porque los labios de mi Malena ya saben a qué sabe el veneno de las tablas, porque mi niña chica anoche heredó el legado de los versos que su padre ya no sabe sentir. Porque con su disfraz, sin saberlo, le quitó el polvo a mi hacha de la guerra y porque, tan chiquita, tan perdida en ese escenario tan grande, empezó su lucha por ser algún día una mujer libre.

Seguiré sin escribir porque un hombre no traiciona jamás aquello en lo que cree, sin embargo anoche mi hija me dio la lección más grande que nadie me ha dado en el carnaval. Yo seguiré siendo para siempre el dueño de mis palabras, pero nunca más volveré a ser dueño de mis lágrimas.

*Sergio Lanzas es autor de murgas y comparsas