Muchos han olvidado su nombre, pero no su mirada rauda y solícita, de animal espigado, astuto. En esos días, se hizo famoso entre la prensa.

Era un chaval sin miedo, con tendencia rampante a subirse a los árboles, desde donde recibía una a una la cámara de los fotógrafos para intentar captar, entre las veladuras de las ramas, alguna imagen de la artista. Nunca se supo, ni siquiera en 2014, en el aniversario de la grabación del vídeo, si entre las miles de fotos que se dispararon en Antequera y Ronda alguna respondía realmente a su autoría, acaso un dedo travieso, arrebatado del temblor por la audacia de los juegos infantiles, achuchando el objetivo frente a unos centímetros de albero, de perfiles confusos y pérgolas y focos.

En el material periodístico de la visita de Madonna, a excepción de la fotografía exhibida hace dos años en el Festival de Cine de Málaga, todo son brumas. La pista falsa de una melena rubia contratada por la productora a modo de despiste, el brillo de los rumores cobrando forma, los seguidores tomando las calles e improvisando el culto en adoquinadas capillas. Aunque se sabía a conciencia que estaba en la provincia, la diva parecía un espectro, únicamente confirmado por la silueta maciza de su equipo de escoltas, reforzado por agentes de la Guardia Civil y de la policía. La cantante, celosa de su privacidad, había firmado un contrato de difusión en exclusiva del rodaje con la MTV y no permitía que ningún periodista se le acercara. Hasta el punto de desplazarse con una especie de búnker disgregado, sin la mínima rendija.

Nada más llegar a Ronda, Madonna ordenó mudarse de hotel al advertir la presencia, cada vez más ruidosa, de mitómanos y periodistas. De la Posada del Rey fue trasladada en un mercedes negro, de cristales sombreados, al Parador Nacional, que quedó desalojado y fortificado a su antojo, con el añadido de un gimnasio en la suite y un cinturón de seguridad a prueba de pícaros y profesionales. En los primeros días de noviembre de 1994, empezó a quedar claro que Madonna, que había venido a firmar en la provincia su exitoso Take a bow, no se dejaría ver más de lo imprescindible. Y, para cumplir su deseo, la Warner se había provisto de un ejército de dobles. A la artista, la de verdad, únicamente la tuvieron cerca los extras y algún que otro agente municipal, que despachaba el asunto con desdén de tebeo de Superlópez, como si tropezar con una estrella del pop en un pueblo de Málaga fuera tan habitual como echarle tomate al guiso de la porra.

Tampoco el torero Emilio Muñoz, que fue contratado por la productora, dispuso de mucho tiempo para conversar con la diva. Las crónicas dicen que se vieron brevemente. Hablaron de Dios y del tormento de la fama. Aunque en la canción, Madonna persigue al matador, a la manera de Carmen, en sus días en la provincia estuvo más tranquila. Para muchos, la visita de la cantante derivó en un alambicado y a veces violento sistema de filtros. Pero la diva estuvo aquí, sin necesidad de echar mano a la fantasmagoría. Sus pasos por las calles quedaron consignados por el equipo de rodaje a las seis de la mañana, cuando toda la parafernalia podía diluirse en el silencio invernal y empedrado de las calles.

En su estancia en Ronda, Madonna también se las ingenió para acudir a rezar a la iglesia del Espíritu Santo. Fue a una hora ya tomada por la negrura del atardecer. El párroco, oculto, contempló a su equipo personal de guardaespaldas, enhiestos, negros y fornidos. Cuentan que tuvo tanto miedo que hasta apagó las luces para que se marcharan lo antes posible.

En la monumental ciudad del Tajo se filtraba un trasfondo de polémica. Los Ordóñez se habían negado a ceder la plaza de toros para el rodaje; hay quien dice que por diferencias económicas, otros porque entendían como una suerte de profanación la llegada de la rubia. La productora había recibido presiones de grupos ecologistas y Emilio Muñoz, que en principio iba a ofrecer una faena para seiscientas personas, tuvo que torear a puerta cerrada y sin barrabasadas sanguíneas. La diva apareció en la plaza rodeada de doscientos figurantes, las más cetrinas y folclóricas del municipio. Al resto se le excluyó por modernos previo pago de la peonada. «Torera, torera», gritaban con júbilo.