Larry King se ha sometido a más bodas que «baipases», en una relación de ocho a cinco. Asimiló la ley de la gravedad del estrellato televisivo, según la cual el cuerpo envejece, pero la imagen no puede permitírselo. Se le identificaría perfectamente en un vídeo de hace un cuarto de siglo, con la ropa menos vestida que colgada de su escueta anatomía. En aquellos tiempos comenzó a entrevistar a las personalidades planetarias para la CNN. Contaba con la virtud esencial para triunfar en la pantalla, la vanidad. Camino de cumplir 77 años, anuncia su retirada de la hoguera diaria y agradece a la cadena que no haya intentado disuadirle. Bordea aquí el sarcasmo, porque sus patronos debían plantearse la manera más delicada de comunicarle que su programa era insostenible, tras la pérdida de dos de cada cinco espectadores en el último curso.

Qué tiempos, en que la popularidad no garantiza las audiencias. Larry King preferiría contar con menos plañideros y con más espectadores. Acaba de entrevistar a Obama, y el fervor que ha seguido al anuncio de su jubilación homenajea su leyenda, no su vigencia.

Se le identifica en todo el mundo, sin asociarlo necesariamente a un trabajo concreto. Confirma que CNN ha sido la banda sonora del trayecto hacia la globalización. Su entrevistador icónico puede remedar a la otoñal Gloria Swanson en Sunset Boulevard, clamando que él no ha cambiado, pero las celebridades ya no son lo que eran y los espectadores no las aguantan ni durante cinco minutos consecutivos. O peor, el presentador podría argumentar que la degradación de Larry King live proviene de la erosión de su canal. La CNN marcha muy por detrás de la ultraderechista, irresponsable y desvergonzada Fox News, donde cualquier exageración peca por defecto.

La guerra de las audiencias

A Larry King le ha estallado la bomba de fragmentación de las audiencias, ya no es el entrevistador a cuyo cuestionario anunció Bill Clinton que se sometería cada seis meses, mientras viviera en la Casa Blanca. Frente a la irreprochable mitificación del periodista, conviene recordar que su audiencia norteamericana se mide en decenas de miles de personas, en el rango de una débil televisión autonómica. La muerte de Michael Jackson también dañó al entrevistador icónico de la CNN, porque creó el espejismo de un repunte de las audiencias. Sin embargo, un acontecimiento de ese calado se produce una vez cada década, una frecuencia que descalifica al insano ciclo informativo de 24 horas.

Técnicamente, Larry King seducía porque desgranaba las preguntas que se le ocurrirían a un vecino de barra de bar. De hecho, en su postura típica se acodaba sobre la mesa del estudio para simular una musculatura dorsal. Es un pacificador, que podría entrevistar simultáneamente a un asesino y a su víctima. Reproducía la silueta frágil de Woody Allen, otro judío de su Brooklyn natal. Académicamente, el impacto de una entrevista no se produce cuando el periodista plantea las cuestiones que desearía formular el espectador, sino cuando plantea las cuestiones que el espectador no se atrevería a formular. Ese escalofrío que siente la audiencia ante el locutor temerario y que habrá experimentado quien contemple una de las brillantes entrevistas de Pepa Bueno no abundaba en Larry King Live, aunque el astuto conductor invitaba a su público a intervenir en directo. Incentivaba la crueldad verbal de la audiencia, para que resaltara su caballerosidad de rey de reyes.

Ross Perot anunciaba su candidatura a la presidencia americana en Larry King live, y también elegía ese programa para consignar que se apartaba de la liza electoral. El receptor de esas exclusivas empezó su carrera periodística barriendo la emisora de Miami en la que se iniciaría como locutor. Siempre ha confiado en su voz angosta antes que en su documentación. Pertenece a la estirpe de los profesionales radiofónicos, ávidos rellenadores de silencio en especial cuando se han bregado pasando la noche entera en vela frente a un micrófono.

Confianza del entrevistado

No falta en su biografía el escándalo económico que le reportó una causa penal. El oprobio contribuyó a su fama, porque alentó la redención que tanto aprecian los norteamericanos. Su pasado favorecía la captura de la confianza del entrevistado, conquistado como en las mejores conversaciones de Jesús Quintero.

La entrevista tiene algo de toreo, singularmente porque se practica a muerte. Así lo dictamina la gran periodista Janet Malcolm, papisa del género, según la cual, «todo periodista traiciona a su entrevistado» –véase el perfil de Rolling Stone sobre el general McChrystal–. En su catálogo, el encuentro verbal se equipara al acto sexual, con variantes como la «entrevista a la yugular» o «la killer interview». A Larry King le repugna este repertorio de perversiones, prefiere absorber la humanidad de sus personajes. En otro paralelismo con el mundillo taurino, los auténticos aficionados lo tachan de comercial, y se inclinan por gladiadores como el norteamericano Mike Wallace o el británico Jeremy Paxman.

En una mañana de un domingo invernal, me encontré a la estrella televisiva paseando por la Quinta Avenida. Iba vestido de Larry King, con los tirantes inconfundibles bajo el abrigo, sintiéndose reconocido, cargado de periódicos, camino de un delicatessen para comprar la bollería del desayuno que saborearía con vistas a Central Park. Para entonces ya llevaba camino de convertirse en el personaje único de sus entrevistas, el derrotero de los periodistas que acaban inventándose la trascendencia de una profesión que carece de tamañas aspiraciones.