A favor del veto

Unidad de destino en lo taurino

España es una unidad de destino en lo taurino. Debimos sospecharlo cuando se puso de moda completar la bandera rojigualda con la negra silueta de un toro de marca de coñac en lugar del escudo del Reino (con lo cual, de paso, se obviaba la elección entre el escudo yugoflechista y el monárquico).

La Rosa de Operación Triunfo, urgentemente rebautizada como Rosa de España (y no de Merimée) y sus compañeras se envolvieron en una de estas banderas taurinizadas para una sesión de fotos previa a la defensa del pabellón de RTVE en el festival de Eurovisión. Era así previsible que la prohibición de las corridas de toros en Cataluña fuera recibida por media España, o más, como una ofensa intolerable; de igual manera era previsible que esa media España, o más, acentuara su taurofilia en la inmediatez de la prohibición catalana, anunciada en términos apocalípticos, semejantes de los que utilizó la prensa de la Roma imperial para advertir de la llegada inminente de Atila. Y ya se sabe que cuando se tensa el músculo, la aguja duele más.

Que el asunto es nacional y nacionalista lo demuestra la falta total y absoluta de reacción cuando, hace 19 años, Canarias tomó una decisión equivalente, y ni se rasgaron vestiduras, ni se arrancaron cabellos, ni se promovió ninguna ley española para parar los pies a semejante tropelía. Y es que, en el caso canario, no se vio sesgo identitario alguno en la propuesta. Se pretendía únicamente evitar aquellos espectáculos en los que se hacía sufrir a los animales. (Lo que sí tuvo sesgo identitario fue que la ley canaria exceptuara las peleas de gallos). En cambio, a la prohibición catalana se le han atribuido desde el principio intenciones separatistas y antiespañolas, y hasta ahí podíamos llegar.

Libertad

El argumento formal, sin embargo, es el de la libertad. En concreto, la libertad para ir a los toros en Cataluña. Es enternecedor ver a conspicuos conservadores enarbolando el «prohibido prohibir» del mayo francés. La pérdida de tal libertad preocupa por igual al presidente Montilla, que votó en contra, y a cuatro de cada cinco políticos españoles consultados el miércoles por la tarde. La libertad es siempre un gran argumento: ¿quién osaría estar en contra? Pero la libertad debe ceder cuando el objeto de su ejercicio es innoble. No hay (o no debe haber) libertad para asesinar, robar o montar una juerga de madrugada que no deje dormir a los vecinos. La cuestión es si se considera noble o innoble el trato que de dispensa a los toros durante la corrida, del primer puyazo al estertor de la puntilla. La ley catalana ya impedía hacer nada parecido con perros y gatos, y a todo el mundo le parecía la mar de bien.

Xavier Doménech

En contra del veto

Cornadas contra la libertad

Habrá alguien que lo entienda de manera distinta, pero el veto a la fiesta nacional en Cataluña no tiene nada que ver con el maltrato a los animales. La Fiesta, aunque forma parte ancestral de la cultura catalana como ha dicho el poeta y candidato al Premio Nobel Pere Gimferrer, se prohíbe simplemente por ser algo que se relaciona con España, como anteriormente se quemaron los toros de cartón piedra de Osborne.

Precisamente por ese motivo, el mismo Parlament que le ha asestado una estocada a la lidia defiende, al mismo tiempo, la regulación de los correbous, una tradición de Tarragona que consiste en correr con palos y barras de acero, hasta arrojarlas al mar, a unas vaquillas, a las que previamente han puesto para mayor escarnio bolas de fuego en los pitones. Se trata de una salvajada equiparable a tirar a la cabra desde lo alto del campanario, pero sin embargo ahí no aprecian sus señorías del Parlament menoscabo a «los derechos» de los animales o crueldad hacia ellos.

Es de nuevo la doble vara medir que caracteriza, de un tiempo a esta parte, a la política catalana. Por un lado, se protege los correbous, seña identitaria local de Cataluña, y por otro se veta la fiesta nacional, hecha, como escribió el inolvidable Joaquín Vidal, de experiencias y sabidurías; de historia y de tradición, por no hablar de la técnica y del arte que la convierten en un bien patrimonial de primera magnitud. La propaganda política nacionalista ha resultado en esta ocasión decisiva para vetar por razones supuestamente morales un espectáculo de raigambre literaria y artística, rigurosamente analizado y celebrado a lo largo de siglos, que cuenta con miles de aficionados y que garantiza una forma de vida y un desarrollo económico vinculado al paisaje y a la ganadería. No hay que olvidar que el toro de lidia es una especie única creada por el hombre, que lo ha seleccionado durante siglos y que protege un espacio natural, la dehesa, que pervive gracias a su presencia. Resulta obvio recalcar que sin la fiesta nacional no habría toros bravos que salvar, simplemente porque la especie dejaría de existir. Nadie se dedicaría a criarlos ya que su creación responde sólo y exclusivamente a un fin.

El debate entre taurinos y antitaurinos, últimamente taurófobos, es cíclico. Siempre ha existido y con argumentos más inteligentes de los que ahora se exhiben por parte de los segundos. Noel Clarasó y Manuel Vicent sirven de ejemplo. Pero las cosas que se han escuchado en el Parlamento catalán demuestran que algunos de los que se oponen a la fiesta nacional, más que animalistas lo que merecen es pertenecer a un animalario del despropósito. Por ejemplo, la reiterada insistencia en que le preguntemos al toro si le parece arte el hecho de que le pongan unas banderillas. Por razones que cualquiera entenderá resulta inútil preguntarle nada al toro, de la misma manera que no se le pregunta a un pollo si quiere ir a la cacerola, al burro si quiere tirar de un carro, o la sufrida gallina no denuncia en la comisaría más cercana que le roban los huevos tal y como animaba a hacerlo Ramón Gómez de la Serna. ¿Le pregunta alguien al buey si quiere ir al matadero? No, simplemente lo que hace la gente es comerse las chuletas. No estaría mal que partiendo de estos ejemplos, los encarnizados defensores de los seres vivos respondiesen hasta qué punto tenemos derecho a ejercer la crueldad para satisfacer algunos instintos básicos en esta civilización. Tomás de Aquino lo hizo predicando con el ejemplo.

Gustos

Discutir sobre gustos estéticos es inútil. Podría estar un buen rato explicando por qué a muchos nos parece artísticamente bella o culta una buena faena taurina, pero eso no nos llevaría a ningún lado; existen, con el mismo derecho, abolicionistas tentados a argumentar lo contrario. Estoy cansado de escuchar de autores de renombrado prestigio universal que su obra es maravillosa cuando a mí me parece un bodrio y propia de un niño de diez años. Sencillamente se trata es de una simple cuestión de libertad para elegir ir a los toros o no. De disfrutar de una corrida, aborrecerla u olvidarte de ella. Eso es lo razonable. No que un Parlamento decida lo que es y no es moral. Y lo haga con prepotencia, escudándose en los remilgos de ciertas sensibilidades antitaurinas o animalistas, pero por motivos políticos sectarios y mezquinos. Esta manía inquisitoria de perseguir todo lo que se considera mal nos acabará llevando al estrelladero o a un amotinamiento de la razón.

El miércoles 28 de julio de 2010 el Parlamento de Cataluña cometió un grave liberticidio. Probablemente uno más y no el último.

Luis M. Alonso