Vaya por delante que me alegra bastante que el flamenco haya sido declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco, siempre y cuando esa designación se traduzca en algo material –y no sólo en enviar la integral de Camarón y Paco de Lucía en una cápsula espacial para que los marcianos aprendan a hacer palmas y jaleos–. Pero, en el fondo del asunto, hay algo que le preocupa al tiquismiquis que firma estas líneas: ¿hay demasiadas chaquetas y corbatas metidas en el mundo del jondo? ¿Hasta qué punto se están desarrollando tantas iniciativas para convertir al flamenco en una iniciativa más de promoción turística que cultural? En lo puramente artístico, ¿se está haciendo de esta forma de expresión algo puramente conceptual, de salón?

Dicen que la declaración de la Unesco servirá para proteger el flamenco –vamos, como si fuera un dolmen antequerano–. Me está dejando de gustar esa palabra, protección. Inmersos como estamos en una sociedad que utiliza a las víctimas reales y crea otras, en mi opinión, ficticias –supongo que para avalar el supuesto carácter necesario del sistema, del Estado, de la burocracia–, el verbo proteger se está convirtiendo en insidia y subterfugio. ¿Necesita el flamenco de protección? Lo que pide a gritos –perdón– es difusión y divulgación, y que el público acabe interesándose por él. Porque en Málaga ha habido estimulantes iniciativas casi pantagruélicas que terminaban en shows con medio aforo vendido. ¿Por qué? Quizás no haya ya suficiente público interesado –y a la gente, afortunada o desafortunadamente, no se la puede obligar a ejercer de autóctona y patria–; quizás el tufo institucional, con la excusa de prestigiar, repela a la hora de hablar de un arte como éste, nacido en la calle, en el barrio, en el tablao, de la expresión colectiva sin más separaciones ni tarimas que las que permiten el taconeo.

Repelús

Además, por mi experiencia cultural, al público potencial le da un cierto repelús acercarse a algo que se promociona en términos de, digamos, supervivencia. Me explico; fíjense en el cine español: sinceramente, creo que cuantos más actores y directores digan en las entrevistas en las que venden sus nuevas películas que «hay que ir al verla para apoyar el cine español, que el gigante yanqui se lo come todo» –por no hablar de que la mayoría que dice eso si le llama el «gigante yanqui» pierde el oremus mientras hace las maletas y busca el primer vuelo a Los Ángeles–, más se crea ese cierto oenegeísmo que en cultura realmente no funciona; la gente, cuando paga su entrada, quiere divertirse o enriquecerse, digamos, espiritualmente, no apoyar tal cosa gracias a su donativo.

Por supuesto que mola que haya flamenco en los teatros, que haya cantaores y bailaores que asuman presupuestos alejados del jondo de raíz, que hagan suyos, desde su arte y expresión, conceptos de vanguardia o de sones populares y asimilables; también que se apoye a creadores nuevos y antiguos, que se organicen ciclos de actuaciones, que se invierta dinero público en este tipo de asuntos. Pero hacen falta tablaos, cultura flamenca de base, no elementos prestigiadores, no diplomas ni medallas. Porque esto de la cultura –ya lo comprobamos todos con lo de la lucha por la Capitalidad Europea de la Cultura 2016– va camino de transformarse en un sucedáneo de las olimpiadas, en una vía más para que los políticos se hagan la dichosa foto.