Nosotros nos vivimos y nos morimos; somos aquellos que ponemos en nosotros». Unos versos que ilustran la filosofía humanista del maestro que se vivió a sí mismo y a los demás a través de la lectura, de la poesía, de su siempre joven inquietud cultural, de la ciudad en la que fue faro académico y referente de los jóvenes escritores, y a través de la amistad vinculada a las palabras que engañan al tiempo. Ésta ha sido en gran parte la senda de un hombre ilustrado, de talante abierto y generoso que desde muy joven disciplinó sus horas con un carácter metódico y recogido en el silencio de su biblioteca –su Itaca personal desde la que zarpar enrolado en los libros y a la que atracar de vuelta la experiencia clásica renacentista, con aroma de mar, vertida en su excelente obra–. Una obra en la que siempre destacaron su manera de calibrar el lenguaje, de trabajar el espíritu interior de cada adjetivo, de cada verbo y sustantivo, de pensar y sentir esa música de la que tanto entendía y disfrutaba y que está pentagramada en hermosos poemarios como La Gran Fuga, Réquiem andaluz o El canto de la tierra entre otros y en cuyos versos Beethoven, Brahms y Mahler son un templado eco. Es difícil encontrar otro poeta con ese manejo del diapasón de la poesía, que para mí alcanzó su máxima brillantez en Port Royal.

Hablar del papel que desempeñó Alfonso Canales en la historia cultural de Málaga es fácil. Su nombre está inscrito en la memoria de varias generaciones de maravillosos poetas y maestros impresores que nos han ido dejando huérfanos. Voces que nacieron de aquella Caracola impresa y excelente revista que supuso una salida de la penumbra de la postguerra y un punto de partida para una poesía de estilos contrapuestos y destinados a alcanzar la altura de los premios y el reconocimiento de las posteriores generaciones. También es leyenda real la brillantez de las tertulias armadas entre los libros de su valiosa biblioteca a salvo de la luz, urdida con el esmero exquisito del erudito y el olfato del coleccionista, que guardará para siempre las voces de Gerardo Diego, de Dámaso Alonso, de Julio Caro Baroja, de Aleixandre, de Guillén, de Cela, de sus amigos vivos que lo lloran como María Victoria Atencia o Manuel Alcántara. Esperemos que no se pierda. Luego estaban sus charlas del mediodía con su querido primo, acompañado por su generosa María Luisa, en el club de botes donde muchas veces hablé con él acerca de autores que me descubrió, de las carencias y potencialidades de Málaga... Canales nunca dejó de estar atento, didáctico, sincero, crítico constructivo y maestro, a lo que los jóvenes íbamos publicando. Era habitual verlo en las Ferias del Libro, adquiriendo libros y regalando su afecto, mientras su joven nieto lo acompañaba paciente y ensimismado de sus enseñanzas. Muchas son las anécdotas que se contarán en los corros de la cultura y vivo quedará el recuerdo del sabio hombre de leyes, del vigilante académico de San Telmo, del hombre admirado por la esposa que lo dejó huérfano, por las hijas, María Luisa y Julia, también pendientes del padre y del poeta. Se nos ha ido Canales en un día plácido de mar, igual que el argonauta que parte de viaje después de dejarnos los versos para una cita sin fecha. «Un día volveremos a vernos, a mirarnos atentos, igual que sí a todos nos hubiese tocado en suerte un idéntico instante». Mientras tanto podemos seguir escuchándolo en sus libros de poemas. Buen viaje, maestro.