El malagueño Rogelio López Cuenca es uno de los grandes referentes de muchos street artistas, en su vertiente más contestataria, en nuestro país. Muchos supieron de él en 1992, cuando, un día antes de la inauguración de la Expo de Sevilla, colocó entre la señalética oficial de La Cartuja, la que indicaba los recintos y el emplazamiento de pabellos y servicios, una serie de postes informativos con palabras sin aparente sentido como echargede o enzameta aparejadas a símbolos como el de los productos inflamables; fueron retiradas inmediatamente después de que la autoridad competente se percató. El objetivo del artista, como se dijo entonces, aprovechar la posibilidad de tajar la proposición mecanicista de un orden informativo al servicio de una visión del evento y del mundo en clave de mapa. «Diez o doce años más tarde quise exponerlas en el mismo sitio pero como, al ser percibido inequívocamente como arte, quedaba desactivada su capacidad de desestabilizar, de generar contradiscurso», nos dice ahora el creador. Es la naturaleza volátil de la subversión.

En Málaga muchos se acuerdan hoy de las pintadas Málaga Euskadi que López Cuenca, parapetado tras la Agustín Parejo School, realizó en la urbe. «A quien no la vivió le resultará difícil imaginarse esa época. El plomo y la ceniza en que sumió a las ciudades el hundimiento del capitalismo industrial, con el paro como emblema de la vida de mierda que nos esperaba y que en España se amalgamó con las componendas de la Transición... La frustración que provocó aquel desengaño explica mejor que nada lo iconoclasta de la explosión cultural que tuvo lugar entonces. Y nadie pensaba que estaba haciendo cultura, todo era la expresión de unas rabiosas ganas, de una imperiosa necesidad de vivir más allá de aquella grisura».

López Cuenca tiene una visión extremadamente crítica del street art: «No me interesa. Al revés, la ingenuidad con que se presta a servir de punta de lanza de operaciones de especulación inmobiliaria, atrayendo, en nombre del arte, la mirada pública sobre zonas aún por desarrollar de las ciudades, no puede sino indignarte». Y prosigue su punzante reflexión: «La mayoría de las intervenciones artísticas en el espacio público continúan responiendo al èpater les bourgeois mediante espectaculares, absurdas y escandalosas interferencias en la plácida y autosatisfecha vida de la pequeña burguesía europea... ¡Cuando ésa era la actitud vanguardista de principios del siglo XX! Ahora eso es lo que reclama el capital y el mercado a los artistas: diversión, interrupciones inesperadas, extraordinarias... Así, no es de extrañar la naturalidad con que más de un street artist se pone al servicio de campañas publicitarias».