Uf, qué alivio. Menos mal que siempre nos quedarán los marines para salvarnos in extremis de cualquier peligro que amenace con hacer puré nuestro pequeño mundo. Marines con sus problemas, claro, no todo va a ser heroicidad porque sí. Al sargento de hierro oxidado que le toca pelear con la raza más fea de Invasión a la tierra le persiguen los fantasmas del pasado, esas sombras cochinas de la guerra de Irak que le convirtieron en superviviente mientras sus camaradas perdían la vida.

Así que nada mejor que una guerra de los mundos para que encuentre la redención, e incluso el cariño de los soldados que primero recelan de él, incluido un pariente (oh, casualidad) de uno de los fallecidos en combate. Y, por supuesto, su admiración, porque este soldado maltrecho se marcará como objetivo lograr lo que todos los ejércitos habidos y por haber no conseguirán: hurgar en las tripas de los todopoderosísimos enemigos para encontrarles el punto débil. Vamos, como el abnegado padre Tom Cruise en La guerra de los mundos o el intrépido piloto Will Smith en Independence day (¿les suena?, pues sí, esto es lo que hay en pantalla, con unos toques de Black hawk derribado y Salvar al soldado Ryan, estética terrosa y espasmódica de semidocumental incluida).

El mayor reproche que se le puede hacer a una película como Invasión a la Tierra (aberrante título en castellano, por cierto) es que no tiene mando. O sea, que no puedes jugar, meterte en la acción, disparar, cubrirte, dar órdenes, explorar territorios enemigos con música atronadora y encañonando cualquier cosa que se mueva. Porque lo que se proyecta no es más que un videojuego sin jugadores, un divertimento apocalíptico que no se toma la molestia de dar una mínima entidad a sus personajes.

Todo a brochazos, todo adherido al tópico, todo previsible hasta extremos fatigosos. Por no faltar, no falta ni el lugar común del tipo que pide que entreguen a su mujer una carta de despedida cuando muera. La función arranca bien (faltaría más) con la narración de los primeros momentos de la invasión (al estilo telediario de Distrito 9, más o menos) y, por un momento, tras unos primeros combates confusos e inquietantes en los que el enemigo no es más que una sombra entre polvo y humo, la cosa promete aunque sólo sea como espectáculo de chatarra y tentetieso, pero basta que los extraterrestres asomen el hocico metálico para que el misterio se esfume y todo se limite a un mata-mata sin tensión alguna (¿a quién le importa lo que les pase a los buenos de la historia si no se han molestado en que nos identifiquemos con ellos?), un correcalles de ruinas y mucho tiroteo rodado con cámara nerviosa.

Hay momentos de cierto brío, como el acoso de una nave sin piloto a un autobús, e incluso se puede considerar intensa la escena en la que el sargento (un Aaron Eckhart aceptable) recuerda uno por uno el nombre de los hombres que perdió en Irak, pero la película no avanza, se limita a ir cansinamente de pelea en pelea hasta el delirio final, involuntariamente cómico en su épica fantasmada.

Los marines no se rinden nunca, dicen. El espectador, sí.