Querido desconocido, quiero que cuando acabes de leer esto, sonrías. Sí, quiero que sonrías. Es muy importante que lo hagas. Porque el mundo no es demasiado amable, pero siempre respeta a los que son capaces de sonreír.

¿No me crees? Lo comprendo, yo tampoco me habría creído que sonreír es tan importante, si me lo hubieran dicho hace algunos años.

Todo empezó en Málaga. Yo estaba dando una vuelta por el paseo marítimo de la Malagueta, disfrutando de la brisa que hacía que el caluroso verano pareciera un poco menos bochornoso. Estaba esperando a unos amigos para ir al Centro a tomar algo. Había quedado a las ocho pero yo fui antes porque no había tenido muy buen día y quería despejarme. No sabía que hora era por que me había olvidado el móvil en mi casa. Pero intuía que mis amigos se estaban retrasando.

Sentado en un banco, vi a un hombre mayor que se comía un helado. Se había manchado la barba. Recuerdo que me resultó un poco ridículo. Me acerqué a él para pedirle la hora y sacó un reloj de su bolsillo. Yo estaba muy serio, no me agrada demasiado hablar con desconocidos y, como antes he mencionado, no estaba de buen humor.

Tras sacar el reloj, miró la hora. Yo estaba delante suya, con semblante serio, y me miro durante un segundo antes de hablar. Frunció el ceño divertido y me dijo «Te diré la hora si me prometes que a la próxima persona a quien te dirijas, le dedicarás una sonrisa». Aquello me pareció absurdo y durante un momento no supe qué decir; yo estaba deseando que me dijera la hora y me dejase en paz, así que le dije simplemente que sí, que lo haría.

Eran las ocho y media. Se estaban retrasando. Quizás me habían llamado para decirme que se iban a retrasar, pero yo me quedé allí esperando un rato más ya que no llevaba el móvil encima. Cuando me hube cansado de quedarme allí plantado como un idiota, me fui; me apetecía un té y no iba a quedarme sin él por que mis amigos fuesen una panda de impuntuales. No recuerdo el bar al que fui, lo que recuerdo es que me dirigí hacia el Centro de la ciudad, como tenía planeado desde un principio hacer si mis amigos hubieran acudido a la cita como habíamos acordado. Cuando llegué, me senté en una terraza al fresco, tuve suerte de poder sentarme en una mesa, por que el sitio estaba bastante abarrotado.

Una chica con el pelo corto y una diadema de flores estaba dando un pequeño concierto para los clientes, así que me quedé allí disfrutando de la fantástica noche y de la música durante un buen rato.

De repente me puse a pensar en lo que me había dicho aquel hombre; debía de estar loco, aquello era ridículo. ¿Sonreír a la próxima persona con la que hablara? Aunque tampoco me costaba nada y le había dicho que lo haría. El camarero se acercó y me preguntó que quería tomar. Lo mire un instante y me dije «¡¿Qué diablos?!». Le dediqué mi mejor sonrisa mientras le pedía un té con leche. Él me sonrió también, me trajo el té y además un pastel de chocolate que yo no había pedido. Cuando se lo fui a devolver, por que pensaba que se había equivocado, me dijo que era de parte de la casa. Yo me sentí un poco azorado y le dije que no hacía falta, pero él me cogió la mano, me volvió a sonreír como la primera vez que se dirigió a mi, y me dijo «Llevo un día horrible y eres la primera persona que me sonríe hoy, me hacía falta un poco de amabilidad», no supe que decir, así que acepte la tarta y no dije nada más.

Y ésta es mi historia. Sé que no es gran cosa, pero para mí sonreír se convirtió en algo muy importante. Ahora, si me disculpan, voy llevarle a la cama a Tomás, que así se llamaba el camarero, un té y un trozo de tarta.

*Francisco Palomo Ramos es estudiante de Arte Dramático

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