Fue entonces cuando tras el largo sueño volvía a despertar a la vida real, lejos de ensoñaciones más o menos fantásticas. Allí estaba frente al mar calmado de las primeras horas del día, las calles vacías empezaban a desperezarse tras su intensa vida del día anterior prolongada hasta las primeras horas de la madrugada cuando el día cambia de nombre.

Las estrechas callejuelas del pueblo marinero serpenteaban desde la vieja iglesia hasta desembocar en el puerto donde las gaviotas picoteaban los restos de la descarga de la pesca recién desembarcada del mar. Una mujer mayor salía de su casa para ir a cumplir los primeros recados del día, el pan caliente recién hecho del viejo horno que gustaba llevar a la familia que aún dormitaba a primeras horas del sábado Ya empezaban a llegar los primeros veraneantes al pequeño pueblo de la Costa Brava nada más acabar el curso escolar, por lo que poco a poco el pueblo se iba llenando de los risas y gritos de la infancia, así como de adolescentes dispuestos a vivir el verano de su vida, aquel en el que por primera vez se enamorarían intensamente para no olvidar jamás la gran intensidad del amor inicial.

Y entre todo el gentío que llenaría el verano estaba aquel misterioso hombre, solitario y enigmático, que apenas hablaba con nadie aunque pasara largas horas sentado en la terraza del bar más concurrido, gustaba tomar posesión de su privilegiado observatorio a media mañana y de cuando en cuando escribía pequeños apuntes sobre un pequeño cuaderno de hojas blancas, decían que era un escritor que venía desde Barcelona para encontrar la inspiración que el ajetreo de la gran ciudad le ocultaba.

Así que allí pasaba desapercibido y en su retiro llenaba páginas y páginas de sus próximos libros, novelas de realismo fantástico que tan exitosamente eran acogidos por su fiel público lector en las presentaciones de las principales librerías de la gran ciudad.

Normalmente se alojaba en una pequeña casa del pueblo, donde tenía reservada desde hace años una sencilla habitación que los dueños cuidaban con esmero, y donde empleaba todo su tiempo en escribir y dar pequeños paseos por el puerto cuando anochecía.

La gente se disponía a cenar mientras él aprovechaba para caminar en solitario mientras sus pasos resonaban sobre el empedrado de las calles cruzándose de tarde en tarde con alguien que se recogía volviendo del trabajo.

Ese paseo era su mayor disfrute, entonces dejaba vagar libremente sus ideas hasta que se le aparecían sorprendentes asociaciones de palabras entre las que tenía dentro de su cabeza y las que externas a él su entorno ponía en contacto espontáneamente.

Casi siempre le servía para encontrar algo nuevo que en seguida apuntaba en una pequeña libreta que llevaba en su bolsillo, de tal manera que cuando regresaba a su habitación extraía sus pequeños tesoros en forma de pequeñas frases que luego engarzaba cual hábil joyero en los relatos que de día escribía en la terraza del céntrico bar.

Había una mujer madura muy independiente que solía interesarse por lo que escribía, ella a menudo tomaba un café mientras leía la prensa del día, al parecer vivía de sus amplias rentas desde hacía tiempo y se alojaba en el mejor hotel del pueblo, era elegantemente personal, distinguida y cordial, gustaba de hablar con la gente aunque más para conocerles que para que supieran de ella.

Como en un viejo ritual ella llegaba a media mañana, pedía su café con hielo mientras comenzaba a leer los periódicos con gran interés, paraba sus intensos ojos negros en alguna foto y tras acercarse la página a la cara leía detenidamente la noticia A veces el escritor paraba y se entretenía observándola con detenimiento, empezaba a fabular sobre su vida, se imaginaba retazos de su pasado y hasta cómo sería ser su vida allá donde residiera.

Tras éstas elucubraciones volvía a su lento escribir, corregía tachando alguna palabra que no acababa de convencerle, hasta que cerrando sus ojos encontraba otra que la sustituyera y a la cual diera cuerpo real plasmándola en su relato, entonces satisfecho suspiraba de alivio para seguir escribiendo lo que manaba de su cabeza. Aquella mañana apenas había tres o cuatro personas en la terraza del bar, el escritor en su lugar acostumbrado, ella a prudente distancia, y algo más allá una pareja de señoras mayores, sin duda amigas de muchos años que conversaban animadamente sobre sus familias