Hay dos problemas con las películas cuya última imagen está congelada, en stand by: primero, que no sé por qué pero suelen ser muy malas; segundo, que si uno supiera que el filme iba a terminar así no empezaría a verlo. Tecleo esta hondísima reflexión a propósito de uno de los estrenos de la semana, Tan fuerte, tan cerca –les ahorro el tiempo y los euros: no merece la pena casi en absoluto–. No sólo es mala por el plano final. El caso es que la película es repelente por su protagonista, un niño supuestamente de un altísimo coeficiente intelectual que se pasa toda la historia demostrando pues eso, que es un niño de un altísimo coeficiente intelectual, que es hipersensible y que es una enciclopedia de cosas estúpidas y sin sentido con patas. ¿Se acuerdan del pelirrojo con brackets al que llevaban a Crónicas Marcianas para repetir como un papagayo cosas sobre Mesopotamia que había memorizado para causar el asombro entre los espectadores? Pues eso.

Conozco a algunas personas superdotadas y no son así. Al contrario, son divertidos, hipergraciosos y, en algunos casos, expertos en contar los chistes más burros y groseros que he oído en mi vida. Sin embargo, el cine y la literatura siguen empeñados en ese cliché estúpido del repelente niño Vicente, supongo que porque la inteligencia y, sobre todo, demostrarla cada dos por tres se ha convertido en una obsesión de la sociedad contemporánea; supongo, también, que porque vivimos en un mundo que odia la palabra normal y en el que la gente farda hasta de las enfermedades que padece –¿se han fijado que ya todo el mundo tiene dolencias raras, síndromes raros? ¿Se han fijado en que ya nadie está triste o pasa una mala racha, sino que tiene una depresión?–.

Me acuerdo de cuando era pequeño y veía muchas películas y leía muchos libros protagonizados por personajes de niños como yo pero extraordinariamente listos, raretes e incomprendidos que, al final, obviamente, terminaban haciendo muchos amigos que les comprendían en sus más o menos absurdas complejidades. Eran, sí, especiales. Yo mismo, como niño normal de mi tiempo, terminaba sintiéndome realmente mal al verme incapaz de alcanzar el umbral de genialidad con que esas películas y esos libros dibujaban a sus protagonistas. Por no hablar de que, generalmente, los libros para niños y adolescentes son todos historiales morales o didácticas –o sea, como hacerle el avioncito con la cuchara del puré para que el niño se lo trague: les contamos una enseñanza disfrazada de ficción guay–. Por no hablar de Holden Caulfield, que tanto daño ha hecho a este mundo: y no lo digo porque el tipo que mató a John Lennon estuviera obsesionado con el libro de J.D. Salinger, sino porque fijó el estándar de repelencia que hoy es tan molesto...

¿Por qué se le exige tanto a los niños, por qué se les pide implícitamente lo que los adultos no nos solicitamos a nosotros mismos? Ni idea. Si tiene alguna respuesta a la pregunta, escríbame un email. Yo, aquí le dejo. Voy a llamar a la superdotada que cuenta los chistes más guarros del mundo. Un saludo.