Sería injusto decir que el secretario de Estado para el Mecenazgo en las Artes Visuales era un hombre rencoroso; Más bien, era de los que esperaban su momento. Supo tragarse la bilis cuando el No a la Guerra de los Goya o con el numerito de los de la ceja. Era un tipo paciente. Podía esperar.

Ni cuando los suyos regresaron al Poder asomó la cabeza. Medró, conspiró. Se hizo fuerte en la sombra. Esperando. Hasta que el Ministerio de Cultura anunció el fin de las subvenciones para el cine español. A cambio, instauraban un mecenazgo que se traduciría en incentivos fiscales para inversores cinematográficos.

«Ahora sí», pensó. Llegó el momento. Su momento.

Bastaron un par de llamadas telefónicas para colocarse al frente de la recién creada Secretaría de Estado. Su misión consistía en hacer de filtro a aquellos guiones que pudieran resultar interesantes a las SICAV (Sociedades de Inversión). Animarlas a invertir en cine.

El secretario de Estado disfrutaba con lo que hacía. O mejor, con lo que no hacía. Se consumaba su venganza. Todos aquellos directorzuelos se arrastraban por su despacho y le proponían rodar esto o aquello. Y él, henchido de revancha, los despachaba con un lacónico ya se verá.

Creó un archivo en el que ordenaba directores por géneros. La primera carpeta en crearse llevaba el título de Directores de películas ambientadas en la Guerra Civil. Pero al poco se le hizo tan enorme que tuvo que crear una derivada: Directores de películas ambientadas en la Guerra Civil con niño, que también se llenó. Otra carpeta aglutinaba a los sátiros, donde se amontonaban proyectos en dos categorías: la encabezada por el director viejo verde que, tanto si el guión trataba de una reina castellana como de un caballero andante, lo que buscaba era ver a la actriz principal en pelotas. En la otra carpeta, destacaba el Director que, le parecía al Secretario, andaba obsesionado con los pezones.

Luego estaban los maricones serios, a los que rechazaba sistemáticamente sin leer el proyecto siquiera, mofándose de su prestigio internacional: «Un maricón es un maricón aquí y en Toronto», decía. A los mariquitas tristes los rechazaba por lo mismo. Por moñas. Casi le dio un patatús al enterarse de que el maricón más importante del cine patrio no pedía ayudas. Era autosuficiente, no te lo pierdas.

Había directores raros, de los que no entendía ni jota de sus películas. Y los frikis, unos cansinos obsesionados con un tal Paul Naschy que el secretario ignoraba quién demonios era.

Así, lento pero seguro, el secretario de Estado se aproximaba a su objetivo; acabar con el Cine Español. De vez en cuando, a desgana, proponía algún proyecto a las Sociedades de Inversión. Para que no se le notara mucho. A regañadientes.

Tan ciego de venganza iba el hombre, que, al llegar a su despacho aquella tarde, no reparó en que su visita de las cinco eran tres fantasmas. Luis Berlanga lo arrastró al pasado, al rodaje de la torre de los siete jorobados, para hacerle ver que buen Cine Español hubo siempre, independientemente del prisma político. Luis Buñuel lo llevó al extranjero, para que entendiera que el prestigio de nuestro cine allende los mares era real y además bueno para el país. Y Fernando Fernán Gómez... Se limitó a pegarle un par de voces.

El secretario entendió. Como iluminado, se lió a aceptar propuestas a lo loco, preso de un frenesí que alarmó a sus subsecretarios. Las SICAV, temiendo una inflación cinematográfica, reprendieron su actitud. Las ignoró.

No tardó en descubrir que, para las SICAV, no era más que un mero ciudadano. Un personaje más de una trama compleja en la que no podía aspirar a ser otra cosa que un prescindible secundario. Su despacho era de cartón piedra. La sede del Ministerio, puro atrezzo. Un actor sin papel dentro de un escenario hueco.

Intentó huir mientras el falso edificio se derrumbaba bajo el peso de la verdad. No había visto nunca a Buster Keaton, así que no sabía cómo actuar cuando una fachada se te cae encima.

Abrazó el FIN contento, acompañado de los chascarrillos de Berlanga, los capones de Fernán Gómez y el mudo rasgueo de la navaja de Buñuel.