La noche de la cuarta jornada de viaje, el barco insumergible se topó con un iceberg que, De un zarpazo, desgarró las placas de estribor. En aquellos días aún no se sabía que los icebergs son mucho más grandes por la parte sumergida que por la que asoma en la superficie. Ahora sí lo sabemos. En un primer momento, el Capitán no dio importancia al asunto. Un poco de agua, una rotura...Bah. Nada que los ingenieros del Barco no pudieran arreglar.

En el Barco Insumergible viajaban toda clase de gente; los ricos de primera clase, la burguesía de segunda clase y una esforzada pléyade de inmigrantes en tercera. Todos camino del nuevo mundo, a bordo de una maravilla tecnológica que había dejado atrás el estar siempre en vías de desarrollo para navegar al fin, a toda velocidad, hacia un brillante futuro.

Alarmados por el fuerte estruendo, los pasajeros preguntaron al capitán por lo ocurrido. «Se trata de un simple desajuste», dijo. «No hay peligro de hundimiento». Y así lo pensaba, al menos al principio. Luego, ya consciente de la situación, siguió repitiéndolo, aguantándose el miedo, por tal de no sembrar el pánico.

Pero el agua seguía entrando; Los ingenieros avisaron al Capitán; el Barco, efectivamente, se hundía. Alarmado, emitió una señal de socorro. El primero en responder fue un barco americano; dijeron que podían remolcarlos hasta puerto, pero que tendrían que soltar lastre; el Insumergible era demasiado pesado.

El capitán mandó lanzar por la borda al cinco por ciento de la tripulación. El barco americano dijo que no era suficiente. El Capitán se negó a deshacerse de más personal. Alguien tenía que hacer funcionar las máquinas, servir las comidas, gobernar el barco.

No le quedó otra que admitir ante los pasajeros que el barco se hundía. Cundió el pánico, claro. Tuvieron que echar mano de los emigrantes de la tercera clase para suplir a los miembros de la tripulación que ahora flotaban por ahí. Se estableció una jornada de trabajo ininterrumpida, con el fin de achicar agua a la mayor rapidez posible. Los representantes sindicales protestaron. Estalló una huelga. Mientras tanto, el agua no dejaba de entrar.

Pasajeros. Los pasajeros amenazaban con amotinarse. Mostrando su indignación acerca de cómo se estaba gestionando la catástrofe, la segunda clase empezó a acampar en cubierta, El Capitán dictó un bando que prohibía las manifestaciones de protesta, incluso la resistencia pasiva que algunos ejercieron encadenándose al puente de mando en un descuido de los oficiales.

Se contactó con algunos barcos europeos. Mostraron abiertamente sus dudas acerca de la capacidad del Capitán, que tuvo que dejar su puesto al primer oficial, con un perfil más técnico.

El agua inundó los camarotes de tercera clase y empezaba a encharcar los de segunda. La gente se abalanzó hacia los botes salvavidas, pero ocurrió que había menos botes que pasajeros, y además habían sido comprados por la primera clase, que se dedicó a especular con ellos. Pronto, el precio de una plaza en un bote salvavidas se disparó tanto que nadie podía pagarlo. Muchos llegaron al agua medio vacíos.

El primer oficial pidió de nuevo auxilio, esta vez a barcos europeos. Dijeron que era un navío demasiado grande, y, por lo tanto, su rescate era imposible. «Además, nos aseguraron que su barco era insumergible». «Jamás dijimos que era insumergible», declaró el naviero, que andaba cazando plantígrados en el África profunda; «Dijimos que era virtualmente insumergible».

Desorientado, el primer oficial buscó al capitán en busca de consejo. Lo encontró dentro de unos de los botes salvavidas. «Es que me he caído», se excusó.

Total, que El Insumergible se hundió. Y con él, casi toda la tercera clase, salvo algún espabilao; pasajeros de segunda clase con poco efectivo encima; y alguno de primera clase, aunque de éstos, pocos. Los supervivientes afirman que dos secciones completas del barco se independizaron de la estructura central del navío justo antes del hundimiento, pero no ha podido acreditarse. En cualquier caso, terminaron hundiéndose igual que el resto.

Y el primer oficial, mientras el Insumergible lo arrastraba al fondo del océano, observó que el gran espejo del salón de primera clase se hundía frente a él. A la luz amarillo sodio de las bengalas, pudo comprobar que, cuando te hundes junto a tu barco, se te queda cara de merluzo.