Imaginemos por un momento que hubiera una SGAE todavía más subjetiva si cabe, que pudiera asignar unas pautas de gestión que remunerara a mi querida inspiración, con sede en las faldas del monte Parnaso, con forma de palacete de Longoria, en pleno centro de la capital del reino. Habría que tener en cuenta, para ser ecuánimes y justos con la distribución de esos hipotéticos beneficios, a más de un implicado en semejante reparto.

Hoy le vamos a dedicar esa parte proporcional de la autoría coplera, a la principal cantera zurda de semejantes chispazos creativos: los bares. Por mi parte civil, como parroquiano de carnet, asiduo a tan magnas instituciones; y por mi parte oficial, como campo de batalla habitual de mis peripecias musicales. Sumando estas dos podría decir que casi rozo el punto de atrezzo humano constante, mi oficina y centro de reunión por antonomasia, donde se cierran conciertos a golpe de ginebra y se gambetea a la tristeza colgándose de la efímera sonrisa inerte de las camareras.

Como decía el doble de Millán Salcedo: ¡Bares, qué lugares! La cultura de la barra y el taburete. Microcosmos sociales donde los haya. Una mina de suculentas vetas inspirativas, de un potencial inimaginable, que como la guerra, te puede mostrar de primera mano lo mejor y lo peor del género humano. En ellos, personajes y situaciones de todo tipo se entremezclan con el marco incomparable de la noche, el tintineo de los hielos y el murmullo combinado con la música triste de algún pinchadiscos con gafas de plástico inyectado que podría ser denunciado fácilmente por incitación al suicidio colectivo.

Desde señoritas disfrazadas de indolentes con una cuenta de cariño en números rojos, pasando por caballeros de paladar amargo sin más fe que un cuarto de baño con pestillo, sin olvidarnos de las chicas a nómina de calle, de los espartacos santonis de andar por casa, tiesos como varillas de cohete, de las carminas ordóñez crepusculares de rímel de chino y diazepán genérico, de los músicos que tocan menos que la Orquesta Topolino pero que siempre tienen la queja gratuita en la boca, o de los actores y actrices que no desconectan del método. Allí se doctoran incluso farmacéuticos de Olot del menudeo, se consiguen amistades para toda la vida que nunca verás de día, a no ser que se alargue la maratón nocturna; esa misma maratón que muchas veces acaba en cafetería de cementerio convertida en after improvisado, con suculentos off the record que se guardan bajo un pseudo-juramento hipocrático nocturno, con promesas que no durarán más allá de la hora de cierre, y que con suerte, llegarán al desayuno. Almacenes donde se juegan la boca los besos sin amor, con salas VIP donde se le podría sacar los colores al mismísimo Dorian Gray, con reuniones a persiana bajada que son un polvorín a punto de estallar. Tugurios donde no llevarías a tu peor enemigo. Fiestas por todo lo alto en sitios de alto copete, donde se dan las mismas situaciones anteriores pero con otros ropajes, salpimentadas con una doble moral que tira para atrás y una incontinencia-nasal-de-ictus-y-muy-señor-mío. Todo esto sin llegar a tocar el tema de lupanares, mancebías y locales de carretera, donde la Magdalena de Sabina es una Bella Easo.

¡Bares, qué lugares! El arte del alterne y la mimetización instantánea en el medio es valor seguro para poderte manejar en todas estas situaciones. Puedes permanecer como mero observador detrás de la seguridad del burladero del silencio y la mesura, o saltar al ruedo sin capote, intentando pillar el paso de un vals desenfrenado de nocturnidad y alevosía. Otra parte importante de la inspiración del que suscribe, a la que le tendríamos que dedicar no un artículo,sino toda una enciclopedia británica, son las musas de carne y hueso. Pero ya habrá tiempo... Aparte de que la mayoría te dejan hecho un trapo, encima les vamos a remunerar la lanza en el costado. ¡Mejor guardar distancia que rencor! ¡Qué malo estoy, llevadme a un bar!