Los periodistas de cultura nos sentimos cada vez más como enterradores. No pasa un mes sin que fallezca un nombre de mayor o menor relevancia del cine, el arte o la música, y ahí estamos nosotros para brindarles a todos el bienintencionado adiós con obituarios blancos. Se acordarán, hace poco, en sólo 48 horas se fueron Larry Hagman, José Luis Borau, Tony Leblanc. En casos como éstos se llenan las páginas de tributos de firmas -los maquilladores de la funeraria- que ejecutan las consabidas hagiografías -algunas sinceras y emotivas; otras, nada más que una oportunidad para desplegar el verbo florido que la noticia y la actualidad siempre ocultan-, pero yo siempre acabo preguntándome lo mismo: ¿Tanto sentimiento por alguien a quien no echábamos de menos?

Ya, suena duro decirlo así pero... Me explico: ahora todo el mundo llora que con Borau han desaparecido un ingenio y un humanismo inigualables, pero el hombre llevaba doce años sin filmar una peli y no leí a nadie en ningún lado lo necesario que sería su regreso a los sets. Lo cual nos lleva a una triste conclusión: la única forma en que un señor mayor como José Luis Borau fuera noticia otra vez era que se muriera. Ocurre con Manoel de Oliveira, el director portugués de 104 años: el hombre sigue en activo, firmando productos notables pero que pasan cada vez más desapercibidos -el último, Gebo et l´ombre, es francamente meritorio; por cierto, ya tiene otra cinta en preproducción-, sobre todo comparado con el comentario que se suscita con cada uno de sus estrenos: «¿Cuánto pagan sus productores a la aseguradora?» (Risas enlatadas). Y lo mismo también con los Rolling Stones, Bob Dylan y otras vacas sagradas de la cosa viejuna: desde hace un tiempo la gente va a ver sus giras, promocionados sutilmente como sus posibles últimos tours antes de la retirada definitiva, para poder decir: «Yo los vi antes de que se jubilaran». Cuando entra en juego la muerte o su cercana posibilidad todo cambia, todo se pervierte; todo se convierte en un extraño juego morboso e hipócrita que termina con lugares comunes como «el artista se ha ido pero sigue vivo a través de su impresionante legado».

Los periodistas somos culpables de otro asunto relacionado con las muertes culturales: las lloramos como una celebración más o menos implícita de que jamás de los jamases va a haber unos talentos como ellos; lo que básicamente parece un elogio por las cosas de la buena educación acaba como una diatriba: las generaciones futuras, pobres ignorantes metidos todo el día en internet, jamás van a saber lo que es el arte de verdad porque los buenos ya se marcharon. ¡Qué grata coincidencia haber nacido en una de las mejores etapas creativas de la historia de la humanidad, con tanto genio suelto!

Pero no nos pongamos sarcásticos; quizás todo esto sea producto de la consciencia de la propia mortalidad del periodista: cada vez que vemos que una persona de cierta importancia se muere, queda atrapada en el papel, en las hemerotecas; el lugar en que todos los reporteros dejaremos descansar nuestros restos cuando nos hayamos quedado estancados en la última letra del alfabeto para ejecutar el sueño eterno: «Zzzzzz». Entonces, el periodista y el artista, el entrevistador y el entrevistado, separados hasta entonces por las paredes de la realidad, convivirán forzosamente en las páginas de los periódicos, nichos de unos días que ya jamás regresarán.