Hay autores que te anclan al mundo con grilletes hechos de ideas inoxidables, autores que perforan la garganta y ahogan el aliento a golpe de palabra, a base de ficcionar la experiencia cotidiana, la realidad real, para lograr, consciente o inconscientemente, insubordinarse contra el acontecer. Autores que reforman la condición humana y por los cuales la vida que cada uno interpreta se torna más vulnerable, alejada de cánones masivamente aceptados como certeros, pero al mismo tiempo más emocionante y honesta, tan de herida abierta que, esa sensación continua de desamparo ante el dolor, nos convierte en personas más frágiles, sí, pero también personas capaces de asimilar la complejidad de un tiempo en su totalidad, con tanta emoción y esperanza, que tras cada página, caída, llanto y sonrisa, la vida vuelve a irrumpir en nuestro escenario para hacernos comprender que, precisamente, eso es lo que hay que hacer: vivir, vivir y vivir, a pesar de todo.

Recuerdo la primera vez que padecí esa experiencia lectora gracias a El Astillero, del enorme Juan Carlos Onetti. La respiración de humo blanco, gélido como el destino de Larsen, el conocimiento de un cuerpo a la deriva, un país a la deriva, un tiempo, la humanidad entera a la deriva. El autor uruguayo me llevó a otros nombres propios; me presentó a Faulkner, quien me mostró una gran grieta desconocida para mí en la que, como gasas quirúrgicas, introduzco otros autores y títulos que profundizan en la herida, que la convierten en fractura repleta de memoria y que me ayuda a recordar lo que debe ser estar vivo. Lo que fue estarlo.

Medir el mundo a través de la palabra es uno de los ejercicios más osados que existe. Interpretar para generar más interpretaciones, para consolidar todos esos mecanismos que sustentan la libertad de conocimiento, la acción del pensamiento. Mucho de lo escrito reside en la obra, voraz y poliédrica, de Ricardo Menéndez Salmón, cuya poética, título tras título, crece y se hace más universal por lo que tiene de ajuste y reflexión sobre el mal y el horror. Medusa (Seix Barral, 2012) es su última entrega, nueva pieza orgánica dentro del tamiz que el asturiano construye/escribe, una novela en la que, como ya hiciera con La luz es más antigua que el amor (2010), integra en el entramado narrativo algunos asuntos propios de la práctica artística, eso sí, tratados siempre en clave literaria. En Medusa, el autor otorga al lector una nueva responsabilidad dentro del legado de Menéndez Salmón, cuestionar la experiencia estética, decidir si el arte es o no, como dijo Gerhard Richter, «esa forma suprema de esperanza». Prohaska es el protagonista de esta historia, un artista que testimonia el horror de la Segunda Guerra Mundial a través de imágenes y pinturas. Gracias al uso eficaz de este personaje, que casi es un elemento integrador de otros más poderosos, Menéndez Salmón ejecuta su gran obsesión con una prosa sublime y poderosa, de corte identitario, y con un narrador que testimonia subjetivamente el trabajo y los días de Karl Gustav Friedrich Prohaska. De esta forma, se logra un doble objetivo: el lector intenta desentrañar el misterio del horror en el ser humano, afán que lo lleva a pensar la Historia y el ejercicio de la memoria; mientras que su autor regresa a lugares que le son conocidos, territorios como la relación entre la ficción y la vida, la responsabilidad del autor con su tiempo y la creación de un discurso.