Lo único que a los cerdos les interesa, dijo Papá Lobo mientras deshuesaba un pequeño roedor, es seguir engordando. Tratamos con una casta insaciable. La gordura es lo único importante en este porcino mundo». Rialto, el Lobezno, observaba entre los barrotes del cubil familiar el paso de los imponentes cerdos, sacos de carne ambulantes a media tonelada de peso cada uno. Nadie en su sano juicio osaba enfrentarse a los cerdos. Las ovejas no, desde luego. Y mucho menos los lobos.

«No debería ser así», dijo Rialto, «Todos deberíamos tener oportunidades...»

«Ojito con lo que dices, hijo; eres un lobo, o, mejor dicho, lo serás algún día. Los lobos no aspiramos a cambiar el mundo; nos conformamos con sobrevivir en él».

La familia lobo vivía en un barrio del centro de la ciudad, un enclave entre el muelle y el centro histórico, un Check Point Charlie entre lo opulento y lo olvidado, degradado hacía décadas. Los lobos vivían allí sin entorpecer las actividades de la casta cochina. Las ovejas, se mantenían alejadas. Quién sabe lo que puede hacer un lobo.

Pero los cerdos, como bien observó Papá Lobo, son unos glotones. anhelan todo aquello que pueda ser devorado, expoliado. Y un día, cayeron en la existencia del Barrio Lobo. Pensando en convertirlo en un espacio entre lo marginal y lo artístico, algún puerco ideó el concepto Wolf: cerdos creando al estilo canis lupus.

Pegatinas minimalistas trazando un contorno lupino aparecieron adheridas a las aceras del barrio. los artistas cerdos desplegaron sus instalaciones, pintaron grafitis, gruñeron sus canciones por las desvencijadas aceras.

La élite artística controlaba el flujo de actividad creativa con una opacidad innegociable. Dado que la endogamia estaba incentivada entre la burguesía cerdícola, el supuesto talento se heredaba de padres a hijos, la casta disponía qué gorrinadas se consideraban aptas para el consumo intelectual. Luego, bastaba con reunir un grupo de ovejas que deambularan hierba en boca alrededor de las obras.

Uno de esos privilegiados era el Cerdo Fifer. Hijo mimado de artistas, había recibido el encargo de pintar el mayor grafiti que la ciudad hubiese visto jamás, justo en la fachada del decrépito edificio Lobo. Debía hacerlo de noche, en la clandestinidad del arte urbano. Sus familia gruñía de orgullo. Fífer era un artista mediocre. Tratando de esbozar un peludo jabalí en la interminable fachada, paladeó el sabor del miedo. «Yo creo», dijo una voz rasgada desde el suelo, «que tu problema es el punto de fuga.

Fífer se enjugó las lágrimas. Un joven lobo, quizás de su misma edad pero con un cuarto de su grosor, le observaba, manos en los bolsillos, desde la acera.

«¡Qué sabrás tú, lobo andrajoso!», respondió Fífer , tratando de mostrarse arrogante, tal y como se le había enseñado que había que mostrarse con los lobos.

«Bueno», dijo Rialto, mirando al suelo, «Podría ayudarte.

Pasaron el resto de la noche discutiendo técnicas de dibujo. Llegaron a la única conclusión posible. Fífer no tenía talento. Con pezuña temblorosa, entregó a Rialto los botes de pintura en spray: «Será nuestro secreto».

Al día siguiente, rebaños de ovejas paseaban por el Barrio Lobo observando de reojo la obra de Fífer. La casta porcina, parecía complacida; la posición de poder se perpetuaba. La supuesta obra de Fífer comenzó a transformar el barrio. Incluso las canciones de las bandas cerdícolas parecían ahora tridimensionales. Un auténtico sentimiento de profundidad impregnó el Barrio. Pero ocurrió algo impensable en otro cerdo: a Fífer le pesaba la conciencia. Una noche, llevó a su orondo padre al taller que compartía con el Lobo. Le hizo ver el enorme talento de su amigo. Fífer afirmó que era posible abrir la puerta al arte canino. No había nada que temer.

Su padre guardó silencio.

A la mañana siguiente, un grupo de ovejas de élite, la guardia personal de los Cerdos, prendió fuego al Barrio Lobo. El taller de Rialto y Fífer, reducido a cenizas. El joven Lobo fue perseguido hasta lo más alto de las montañas. Su muerte fue cruel, salvaje e innecesaria. Papá Lobo lloró a su hijo con resignación, en las lágrimas el agridulce sabor del orgullo. Fífer se retiró del arte; vivió de las rentas de su familia, en total reclusión. Las ovejas continuaron pastando indiferentes alrededor de los cerdos.