El presente que nos ha tocado habitar se acostumbra a la pérdida como un niño a la mentira de corte inofensivo, hábitos que causan muescas, de distinto orden y calado, sobre ese molde que llamamos identidad. El acontecer incorpora a su naturaleza ese despojar cinético del avituallamiento, de los símbolos y mesías, del trabajo (digno) y de algunas certezas que -hasta ahora- nos ayudaban en el tránsito, en este caminar bajo un sol ardiente, sobre un asfalto cada vez más fatigado y añejo. La pérdida se está convirtiendo en referente de nuestro tiempo. La pérdida de derechos y deberes. De valores y humanidad€ pero, ¿y la pérdida del Otro? La pérdida como «carencia, privación de lo que se poseía» en relación con otro ser humano nos pertenece como nosotros a ella, ella es porque nosotros somos. Sin vida no hay muerte, sin aliento no hay estertor. La pérdida. Jamás nos acostumbraremos a ella por mucho que el filósofo la incorpore a sistemas cognitivos o entramados éticos; por mucho que la religión encumbre su rostro y la emplee como herramienta de control; por mucho que el artista la piense y cree para incorporarla a su respiración. Todo eso desaparece cuando pasa a formar parte de nuestra vida, cuando lo cotidiano se transforma y esa sonrisa, otrora cercana, sólo tiene razón de ser en la memoria.

Sobre ello -y mucho más, de ahí su grandeza- reflexiona la última novela de Andrés Neuman, Hablar solos (Alfaguara, 2012). Tres voces, tres perspectivas narrativas y vitales, sostienen esta propuesta que bascula entre elementos propios de la literatura clásica como la culpa, el dolor, el deseo, el sexo, la literatura. La muerte. Elena, Lito y Mario. Tres personajes que sirven de apoyo al escritor para edificar esta singular historia sobre una pérdida anticipada, el fallecimiento de Mario, un argumento que está cosido con fragmentos de otros autores, como Ana María Matute o Bolaño, y que versa sobre el proceso de la enfermedad, sobre su contexto y consecuencias, sobre las huidas que emprendemos ante el abismo; una historia que tiene a Elena por piedra angular, protagonista que celebra la vida casi tanto como el dolor, que escribe su devenir para buscar en el pasado el origen del amor, la mujer que fue, algunos porqués, pero sobre todo, un ejercicio de la palabra con el que pretende huir del presente y frenar un futuro que se intuye demoledor.

Hablar solos ofrece reflexiones contundentes y dolorosas, de las que fijan el aliento a la garganta y te enfrentan a la experiencia de la vida desde ángulos que pensabas descartados u enterrados. Quizá por ello una de las certezas que otorga su lectura es la del gozo ante la vida, la exaltación de la misma. El asombro ante un simple parpadeo. La exclusividad de un instante que, en ocasiones, deberíamos considerar eterno.

@CrisConsuegra