Insistir. La única forma de mantenerse a flote es recrearse en las necesidades, repetirse en lo elemental hasta que llegue a desaparecer. La repetición es hoy un arma imprescindible para la batalla. Lo que fue tedioso se torna fundamental porque sólo queda insistir, pegarse en la frente una y otra vez con la misma piedra. Últimamente escucho a gente de distintos ámbitos quejarse de lo reiterativos que son los artículos de Javier Marías: que si sólo ataca al gobierno, a la idiosincrasia española, a la escasísima sostenibilidad de Madrid... Lo que hace Marías cada domingo es un ejercicio mayúsculo e imprescindible para un cuerpo anoréxico que apenas puede levantarse; ejecutar de verdad, como indica Michel Onfray, que la humanidad de un ser presupone la capacidad en él de percibir el mundo, sentirlo y aprehenderlo de forma sensual, aunque sea someramente. Y para lograrlo es necesario cierto grado de desarrollo del sistema nervioso. ¡Sólo eso! O como les gusta decir a nuestros políticos «no mirar para otro lado», como hacen otros, por ejemplo Mario Vargas Llosa. Las opiniones del premiado escritor sobre Thatcher, la fiesta taurina o Snowden a más de uno le habrá llevado a pensar que es una errata del diario, que un tipo que ha escrito novelas de esa altura no puede tener reflexiones tan primitivas en algunos casos, que eso lo ha escrito por lo menos Salvador Sostres (cuándo el diario El Mundo prescindirá de este tipo cuyas opiniones rayan la legalidad y pisotean la inteligencia). Por eso si ustedes no han conseguido -de momento- que este verano vaya a ser irrepetible a base de lo que ya dije semanas atrás en este mismo espacio (amor, sexo, y vuelta a empezar), tienen la posibilidad del alivio a base de autores cuya excelencia va acompañada de una responsabilidad social, bazas que rara vez coinciden, y cuando lo hacen no nos lo debemos perder. No se trata de volver a la literatura de posguerra o a los escritores insoportablemente aburridos. Se puede erigir la realidad en la ficción y tener cierto sentido crítico en la otra ficción que nos golpea a todos. A pesar de que a los modernos nos cueste reconocerlo, Los enamoramientos, volviendo a Marías, es una de las mejores novelas que se han escrito en los últimos años en este país. Existir sólo es un intento oprimido para salir de la nada, y mientras esto llega ahí están también Karnaval, del malagueño Juan Francisco Ferré, o las memorias de González Ruano, el último disco de Remate o Duquende, el nuevo poemario de Abraham Graguera, o las exposiciones exquisitas que en Málaga nos viene ofreciendo La Térmica. Porque ya escribió Nietzsche que «todo placer quiere eternidad» y, mientras llega algo mejor para el cuerpo, esto puede aliviar bastante.

Concierto

Una de las que sigue este ejemplo es la princesa Letizia. Qué mala suerte. El pasado jueves leí una noticia sobre sus gustos musicales, estuvo con dos amigos en el último concierto de Los Planetas en Madrid (¿recibirán a Jota en la Zarzuela?). También la fotografiaban saliendo de la Riviera tras un concierto de Eels con una chupa de cuero que, para el cargo que tiene, no le quedaba como un saco. El principito no apareció por allí, haciendo buen uso de las capacidades intelectuales que arrastra su apellido. Lo mismo un día de estos nuestra princesa se rebela contra su familia política (y tanto) y da un giro a ritmo de Rebel Rebel y entona aquello de «hot tramp / I love you so». Pero que a la princesa le pirre el indi o el Papa Francisco lea a Dostoyevski o a Gide y denuncie los abusos sexuales (cómo no hacerlo) no van a impedir que insista desde aquí, que ejerza la responsabilidad de proclamar y repetir que para que esto cambie hay que empezar por acabar con los privilegios monárquicos y eclesiásticos. No se trata de un ejercicio republicano y ateo, esto ya debería estar fuera de debate; la ecuación es simple: una sociedad que no puede permitirse el lujo de tener estudiantes e investigadores mucho menos podría permitirse cubrir a príncipes e infantas de dudoso proceder. Lo supuestamente campechano no puede estar tan bien pagado. Lo primero nos convierte en un país obsoleto, impotente, lo segundo nos haría parecer un poco menos paletos.

Ante la reciente visita del Papa a Brasil, los mandatarios mandaron arrasar la famosa playa de Copacabana, no fuese que el Santo Padre se encontrase por allí a algún cuerpo celebrando la misa de la carne. Y así hicieron. Ni rastro de vida por allí, sólo almas celestiales que no se quemaban con la arena, tetas blanquísimas de hábitos sobrealimentados en lugar de fibra e iluminaciones. Ni rastro de eternidad ni de la humanidad verdadera que se inscribe en lo vivo. Las truchas raras, como decía González Ruano, ahogadas en el mar de la mediocridad. Y qué nos extraña. Vivimos inmersos en el laberinto de la justificación de los propósitos, con la condena de nuestro manual de uso. La justificación es la sentencia del desarrollo. Insistan en esto. El verdadero gozo es que no pase nada, ahí ocurre siempre lo mejor. Fe en la fibra. Fe difícil, eso sí.