Algo tendrá que decir Venecia en el final del mundo. No hay duda: el apocalipsis no se adelantará a Venecia, cuando se hunda entonces arrancará el principio del fin. Antes morirá Lou Reed, Kate Moss o Ives Bonnefoy (lo mismo la semana que viene, u hoy, ya se puede anunciar el siguiente) que serán minimizados a un síntoma del final -no se puede aspirar a más, señores-. Antes de que eso pase quizás encuentres un trabajo serio y podrás por fin ponerle unas llantas brutales a tu coche (hay más resultados en google para llantas que para Bonnefoy), alicatar tu baño y llevar a tu pareja a las islas Tutuila, aunque tengas que mirarle de vez en cuando el pasaporte para asegurarte de que es la misma persona que conociste hace siete años y que tú aún puedes levantar, por lo menos, un pasaporte. Un trabajo serio; un hombre formal. Qué haces perdiendo tu tiempo estudiando a toda esa gente muerta o a punto de morir si ahí afuera el mundo es un spa esperándote hecho a tu medida. Porque la poesía es un oficio de juventud que sólo trae problemas si se posterga, y a veces incluso desde los torpes principios; de la música en este país viven cinco de forma digna: haciendo melodías, letras, y no anuncios de gomina; la filosofía más allá de los cincuenta es de ingenuos, preguntas con pocas respuestas de tarados; la literatura es un enigma y una enfermedad y permanecer mucho tiempo ahí empezará por destrozarte el orto (todo empieza por ahí), para extenderse por la vista, el hígado y el banco. No se puede vivir sin unas llantas y unas vistas adonde sea, pero unas vistas, por dios; y el baño si es Trentino, mejor.

Si nuestra felicidad obedece a la fidelidad el mundo es una condena; uno pertenece a las cosas por inercia y por la misma inercia esas mismas cosas tienden a desaparecer. Se morirá Reed, se hundirá Venecia, y ya se sabe el resto. Por fin nadie hablará de luces al final del túnel, ni de pájaros en mano, ni se vivirá bajo los complejos de la imperturbabilidad y su ardua vocación, y nada habrá ocurrido más allá de 1789, ni guerras mundiales ni los 90 ni Dylan con el Papa ni María Dolores de Cospedal ni Juan Carlos de Borbón o Barbara Rey; nada de esto habrá ocurrido cuando se hunda Venecia y muera Reed o Moss, mientras tanto seguiremos aquí haciendo no lo que mejor sabemos hacer (eso nunca es verdad, siempre hay algo que hacemos mejor y nunca aceptamos) sino lo que podemos hacer sin adelantarnos a eso, limitarnos como indica Chantal Maillard a «escribir para abrazar lo inútil, para hacer de la inutilidad un manantial», ese que acabará por ahogarnos también a nosotros, o por separar el hielo de lo que sólo es agua, y eso lo explique todo, nunca se sabe.

Acabar es, en innumerables casos, el verbo adoptivo de la mediocridad. La genialidad reside en la capacidad de no poder acabar algo, lo infinito es lo que nos aúpa unos centímetros sobre el suelo. Goethe se adelantó: «Que no puedas terminar es lo que te hace grande». Seguir en la brecha sin que pase nada, sin esperar el escalón superior que todos lamen desde la distancia, los que negándolo babean ante él como los perros de Pavlov.

Salvad Venecia, ya lo advertía el fino Jean Lorrain en su libro, editado ahora por Periférica: «¿Qué quedará de Venecia dentro de tres siglos? San Marcos dormirá quizá desde hace mucho tiempo en las profundidades azules del Adriático». No habrá más juventud sin Venecia, no habrá más juventud ni jeans que queden como guantes sin Reed o Moss. Algo tendrá que ver la resistencia, y en menor medida la duda, para que sigamos aquí. César Simón (que no me toca nada) se acercó más: «Este no saber nunca en qué lugar del tiempo y del espacio, de la realidad y el sueño, sucede nuestra vida». Y cada vez importa menos, porque ésta ya no sucede, no responde, pero aprendió bien qué procede en cada momento, y ahí seguimos, qué importa la realidad y el sueño cuando las marchas son automáticas. En la misma dirección, pero a contramano, apunta Joseph Brodsky: «La sintonía entre dos sistemas de no ser es más potente que en dos modos de existir».

Las dificultades y vicisitudes de este tiempo nos han impuesto una salida de frenado cada tres pasos (bajo la tutela de Instagram) y, por consiguiente, buscar la reorientación o esa sintonía de la que hablaba Brodsky (dónde polla vamos, que dirían por Granada); recientemente Juan Marsé lo explicaba en un reportaje sobre la raquítica situación de la educación y la cultura en España: «Tenemos unos políticos mediocres, ineficientes y encima corruptos, y nada se puede esperar de ellos. Una pandilla de ineptos al frente de estos problemas sobre los que no tienen interés en resolverlos ni capacidad para ello». No se puede mirar para otro lado si queremos salir de aquí, como se salió de otras épocas. Recientemente la editorial Iberoamericana ha publicado el nuevo trabajo de Emilio Peral Vega, Retablos de agitación política. Nuevas aproximaciones al teatro de la Guerra Civil española, en él se dibuja el esqueleto y el esternón de las iniciativas culturales desarrolladas sobre las balas por ambos bandos; a veces bajo el esmero de la formación humanística e intelectual, con su correspondiente calada propagandista, muy madrugadora desde el adoctrinamiento a partir del teatro infantil. También Peral Vega aporta luz al vacío que se produce en La Barraca a partir del abandono de Federico García Lorca como director hasta su final. Como indica el autor en la introducción, su trabajo «busca proyectar luz sobre un conjunto de gentes que, conscientes de la trascendencia de la lucha, decidieron combatir con la palabra. Con la palabra en su dimensión más viva, la que se hace carne encima de las tablas, por rudimentarias que éstas fueran y por cercanas que estuvieran a los frentes de la batalla. [...] Es tiempo de memoria». Ya no basta con los recovecos generosos de las sombras, hay que imponer el fin que nos hemos propuesto, antes de esa chorrada de Venecia, antes de que un grupo de turistas chinos se bajen del bus y nos inmortalicen para siempre, todavía más. Como González Iglesias o el propio Peral Vega, podemos ir a los conciertos de Rufus Wainwright o Yann Tiersen, cenar sushi ir al gimnasio, pasar los veranos en Formentera y bucear en el pasado, desde el mundo clásico al sótano de nuestra historia reciente. De nuevo y por última vez: hay que ser absolutamente modernos. Por última vez. I promise you.