Coincidentes en el año de nacimiento, Wagner y Verdi personalizan dos diferentes formas de la música teatral, ambas geniales. El genio del Sur, el italiano nacido el 10 de octubre de 1813 en Le Roncole (Busetto), una aldea campesina del ducado de Parma (entonces parte del imperio napoleónico) fue inscrito por su padre como ciudadano francés con los nombres de Joseph Fortunin François. El del Norte, vástago de una culta familia burguesa en la ciudad sajona de Leipzig, compartiría con el colega mediterráneo ideales patrióticos de unificación nacional, aquel por directa militancia en revoluciones y barricadas, con exilios y persecuciones durante casi toda su vida, y éste por la autoridad de una música tempranamente entendida y celebrada en la era Garibaldi como bandera de la nación italiana. Los coros patrióticos de algunas óperas tempranas fueron los himnos el Risorgimento.

Wagner despreció siempre la música de Verdi, actitud que no le honra. Verdi se sintió celoso de Wagner en un etapa de su vida pero acabó admirándole sin dejar de recusar las influencias wagnerianas que algunos quieren ver en sus óperas de madurez. Cuando Wagner fallece, casi veinte años antes que él, Verdi escribe a su editor Ricordi: "Triste, triste, triste. Wagner e morto"". Y sigue: "Cuando leí ayer la noticia, me sentí como trastornado. ¡Ni una palabra más...! ¡Nos ha sido arrebatada una gran personalidad! Un hombre que deja tras sí profunda huella en la historia, una potentísima impronta". Frente a esto es de notar que en la autobiografía de Wagner, que llega hasta el año 1864 (ambos tenían 51) no hay sola mención del nombre de Verdi, a pesar de la prolijidad de sus citas y comentarios sobre compositores del montón.

Despectivo silencio

La obra del italiano empezaba a ganar popularidad en Alemania (hoy día es tan representada o más que la wagneriana en los muy numerosos teatros alemanes), pero era inexistente en el entorno de Wagner, no por objeciones estéticas sino por pura indiferencia. Resulta curioso que cuando Nietzsche rompe con su ídolo y busca en el sur un distinto ideal de música dramática, no recala en Verdi pese a su veneración por las culturas grecolatinas, sino en la francesa Carmen de Bizet, magistral pero muy distante del genio verdiano. A principios de noviembre de 1975, acompañado de Cósima, asistió Wagner en Viena a una ejecución de la Misa de Requiem de Verdi que le dejó completamente frío. En cambio, reaccionó muy calurosamente a la Carmen presenciada días después. Displicente, escribió Cósima en su ´Diario´: "Esta tarde, el Requiem de Verdi, sobre el cual, sin duda alguna, lo mejor es no decir nada".

Resulta sorprendente. Precisamente el Requiem, que precede en fecha a las cuatro óperas de la etapa final, es la música que seduce definitivamente al público germánico y consolida la reputación de Verdi, hasta entonces aplaudido o discutido sin merma de una penetración imparable.

En el Requiem encontramos la sublimación del efectismo verdiano y la dimensión última de su "melodía dramática"

Fantástica estrategia de cántico concebida para suspender el ánimo y hasta el aliento en el núcleo emocional de la historia que cuenta o que glosa.

Toda la potencia del teatro está en la Misa, como si en lugar de producirse en un escenario convencional se hubiera trasladado a una esfera metafísica. Y esta transformación teatral del estatismo del oratorio es lo que deja frío a Wagner, quien seguramente dictó a su esposa el comentario citado.

Entre el poema dramático y la novela pedagógica

Las diferencias de ambos genios van más allá de las que separan al Norte y al Sur. Gregor-Dellin, el mejor biógrafo de Wagner, las resume sutilmente al afirmar que lo que éste escribía (con el "Anllo del nibelungo") no era en modo alguno el "arte del porvenir evocador el clasicismo griego, sino teatro épico". Sus héroes no son personajes dramáticos como los de Shakespeare y los de Verdi. "Son los héroes de las grandes novelas pedagógicas. Más que otra cosa, el Anillo es una narración musical heroica", pedagogía muy reputada en el ámbito germánico (de Goethe a Brecht, por lo menos) y soslayada en el meridional.

El matiz nos acerca eficazmente a lo que pensamos de Verdi, mucho más cerca del teatro de Shakespeare que Wagner, sin perjuicio de que éste lo leyese apasionadamente y en numerosas ocasiones se propusiera escribir un libreto y un drama musical inspirado en él. Nunca lo hizo. Y es notable que otra de sus admiraciones mayores fuesen las obras pedagógicas sobre grandes arquetipos y los autos sacramentales de Calderón de la Barca, elevado por Goethe al altar mayor de la poesía y la dramaturgia europeas.

Los himnos del ´Risorgimento´

Las 26 óperas que estrenó Verdi entre 1839 y 1893 cubren un periodo de 54 años de vida del que habría que descontar los 16 de silencio entre Aida y Otello. Hablamos en rigor de 38 años de actividad creadora para la escena, con una nueva producción cada año y medio, y aún menos si se cuentan las obras que revisó a fondo hasta reescribirlas casi por completo. En ese periodo, que va de Oberto a Falstaff, la evolución es descomunal, como también las oscilaciones de la calidad. Del gran guitarrón orquestal y la escritura inicial de las arias para "rellenarlas" después con el resto de la trama, muchas veces de manera precaria, apresurada e incoherente, hasta la unidad magistral de Otello y Falstaff, el camino recorrido en soledad asombra por su potencia inventiva y su admirable capacidad de avance hacia las capas profundas de identidad en que palabra y música son una y la misma cosa. Shakespeare es como una presencia tutelar, el referente al que siempre vuelve la mirada para iniciar un camino y culminarlos todos en una eclosión de genio.

Los llamados "años de galeras", aquellos en que Verdi trabaja como un forzado por necesidades de supervivencia, fechan estrenos anuales y están llenos de primitivismo teatral y mímesis diversas, pero también de iluminaciones originales que seducen a los públicos y repercuten en la vida del compositor por los incesantes requerimientos de los teatros. Pese a que Verdi mismo renegó de algunas de sus criaturas, sobreviven todas por "verdilatría" y por los chispazos de genio que, entre otras cosas, marcan la evolución de la propia técnica del canto, desde la gracia ornamentada del primer romanticismo -autosuficiente para los públicos- hasta el poder de la emisión, los acentos trágicos apoyados en la gran sonoridad la resistencia al sistema de escenas autocontenidas que desdeñan la continuidad dramática. También se hizo característica en Verdi la ambición de la "ópera continua" en cuanto conoció el sistema de Wagner.

En Nabucco y Ernani son frecuentes las señas de identidad, aunque deban su fama a los coros patrióticos adoptados por el Risorgimento y escritos como símbolos de resistencia y liberación de la ocupación austriaca. El logro de la primera nación italiana debe mucho a Giuseppe Verdi.

"¡El grande, el poderoso Verdi!"

Aparece Shakespeare con Macbeth, adaptado por Piave y Maffei. Es a mi juicio la primera obra maestra del catálogo, no tanto en la versión original de 1847 como en la revisada de 1865. Aunque la estructura siga siendo fragmentaria, a base de escena autocontenidas que suman un recitativo, un arioso y un aria doble (cavatina y cabaletta) en detrimento del dinamismo dramático, está en ellas todo el poder shakespeariano redoblado por el verdiano.

Las voces no solo tienen que sonar grandes, sino configurar psicologías y despertar emociones complejas."

Wagner siempre pedía a sus intérpretes que emitiesen como si estuvieran cantando ópera italiana. No lo conseguían, por cierto, con gran frustración, debido en parte a la estructura fonética del poema y sobre todo al plus de poder que exigían la situaciones. Esta realidad no solo contrarió a Wagner sino que es el origen de una escuela y una técnica que se han hecho inseparables del melos wagneriano. Y cuando lo canta un artista excepcional, con una voz de riqueza ilimitada, como es hoy el tenor Jonas Kaufmann y lo fue Pácido Domingo, algunos alemanes, sin dejar de adorarlos, les reprochan su "italianitá".

Byron, Hugo, Schiller, Dumas y los españoles duque de Rivas y Gutiérrez fueron los poetas y dramaturgos motivadores de Verdi y sus libretistas, pero cuando, ya anciano, tras el lapso de silencio de 16 años, vuelve a los pentagramas para entonar su canto del cisne, también retorna a Shakespare, con Boito como libretista. Otello (1887) es el drama por excelencia, el cénit del equilibrio y la perfección, la "ópera continua" por fin lograda, y en tal medida que no solo asimila la totalidad del espectro psicológico del drama shakespeariano, sino que intensifica su proyección a impulso de una música superbia. Y Falstaff (1893) es la mejor comedia jamás llevada a la escena musical, a partir de un espléndido trabajo de reunificación de fragmentos: los que aluden al pícaro burlado, sir John Falstaff, en dos piezas de Shakespeare: Enrique IV y Las alegres comadres de Windsor.

Con esta pieza maravillosa se sacó Verdi la espina del fracaso de su única comedia anterior, Un giorno di regno, de 1840. Boito intentó por todos los medios mantenerle en la estela de Shakespeare, proponiéndole proyectos para Antonio y Cleopatra y El rey Lear. Pero el anciano compositor, lleno de achaques, no podía más y murió apaciblemente el 27 de enero de 1901. Tenia 87 años y habían pasado menos de ocho desde el estreno de Falstaff.

Mucho tiempo después, el mejor epitafio salió de Stravinsky: "¡Verdi! ¡Verdi!, ¡El grande, el poderoso Verdi! Lo admiro incondicionalmente. Es un compositor verdaderamente grande. Prefiero Verdi a todo el resto de la música del siglo XIX".