Cada día un libro no se abre. Cada semana las librerías devuelven un número vergonzoso de novedades sin vender y, a lo largo de la geografía nacional, alguna apaga sus luces y echa el cierre. La gente no lee. Ni siquiera las necrológicas que, por otra parte, también se están muriendo como género literario, como páginas de prensa, impar o par, según los apellidos del finado. Con este panorama, no es extraño que un Informe Pisa para adultos signifique nuestro país como un ejemplo de iletrados. Tampoco que los escritores se refugian en la Historia (es evidente que nunca ha funcionado como asignatura educativa a juzgar por los índices de venta entre lectores de edad adulta), en relatos sentimentales (parecen haber sustituido a los seriales radiofónicos), en el policíaco que siempre permanece, en el realismo social de la crisis (los sesudos son necesarios estadísticamente) y algunos, los pocos, en el humor. Ese género admirable, difícil, exigente, en el que no se milita, se nace. Es decir, hay escritores que vienen de fábrica con esta habilidad rara avis. Y uno de ellos es Alfonso Vázquez. Ya escribí y afirmé no hace mucho tiempo que viene marcado desde su nombre (Alfonso de Paso y Vázquez del dibujante de cómic, dos maestros en esa mágica dramaturgia que ha de tener el inteligente género humorístico). Lo demostró en Viena a sus pies, III Premio Bombín de novela corta, publicado por la editorial Rey Lear. Título al que le siguió Livingstone nunca llegó a Donga, una confirmación que a sus lectores nos hizo desear una nueva y pronta entrega.

Vázquez, Alfonso, ha tardado en regalarnos un par de islas impresas en una isla (todo libro lo es) publicada por Rey Lear con el titulo Lo que esconden las islas. Parecía imposible, pero Vázquez vuelve a rizar el rizo. Lo hace porque sabe, porque no puede evitarlo, porque la caricatura, la parodia, el trazo de la sonrisa de gato, es su antídoto contra la realidad y porque tal vez Robert Luis Stevenson se le apareció una noche para reclamar el protagonismo de una historia que dibujase en los rostros de los lectores una sonrisa contra la crisis. Humor, inteligente y popular, cargado de divertidos guiños satíricos sobre productos de la industria del entretenimiento y de la «cadena evolutiva del periodismo» para refugiarse de un tifón llamado Henry, huir el famoso amor reencontrado de la infancia, espantar a los concursantes de un reality show de supervivencia y rendir, una vez más, homenaje a la literatura y a los referentes de su currículum como lector. En Lo que esconden las islas, Alfonso Vázquez imagina a Jorge Lugo, joven guitarrista y concursante por el azar de una marea y un sueño aventurero, cómplice del célebre Tusitala de Samoa que huyó de su paraíso como defensa y olvido de esas legiones de turistas que fotografían todo lo que encuentran. Enamorado uno de la adolescente de un cine de verano convertida en famosa cantante acosada y espectro otro de la literatura clásica como edén a salvo del turismo literario, unirán ingenio para librarse de una exministra de Cultura cesada por imitar a su presidente, de un culturista tatuado, de un entrenador nudista, de una aristócrata hippie y de un vidente del pasado obligados a pasar hambre en un programa televisivo en el que «a más chalados más audiencia» y en el que desembarcará también una Hispaniola cargada de fantasmas.

Alfonso Vázquez no sólo anuda la imaginación a la sombra de una historia hilarante que retrata nuestra sociedad y en qué se ha convertido el Ave Sevilla-Madrid y los atolones del Pacífico, sino que compone una irónica trama en la que no se libran los recortes de la crisis, los complejos turísticos de todo incluido, la cultura de los políticos, la diplomacia inútil y la telebasura retratados al carbón por ese humor blanco, directo, inteligente, aparentemente espontáneo pero afilado y preciso con un trabajo serio que le confiere altura y eco. Las cualidades que distinguen el estilo de un maestro del humor como literatura.