Al otro lado del telón se oían los murmullos como un mantra colectivo; impaciencia y curiosidad se daban la mano a la otra orilla de la sala. Yo, aprovechando la soledad de las tablas, paseaba bajo la luz de los focos por un escenario vacío pero cargado de una electricidad premonitoria, pensando en el ahora o nunca; tanto trabajo y sacrificio ahora pasarían su examen. Los nervios eran menos nervios: llegar con los deberes hechos, arropado por una banda con ganas de demostrar y unas canciones nuevas que habían cogido su onda y parecían estar listas para ser disparadas a bocajarro al público.

El ambiente en camerinos ya era una fiesta: invitados, fotógrafos, amigos... Todos cerveza en ristre, ilusionados, transmitían su energía en esos abrazos antes de pisar el albero; para aliviar tensiones, qué mejor que hacerse unas falsetas por bulerías, pataítas incluidas, que fueron interrumpidas por el aviso de tres minutos que daba el teatro, un anuncio que no interrumpió el ambiente de fiesta que se extrapoló al escenario principal. Los chicos ya ocupando posiciones, los tres golpes de baquetas indicando el tiempo y la guitarra de Pepe Blanca, nuestro fichaje estrella, que comienza a desgranar el riff de una nueva canción al más puro estilo zeppeliniano. El telón se va apartando, dejando entrever un patio de butacas lleno hasta la bandera. Ya no hay marcha atrás: la banda suena y yo aparezco entre las bambalinas hasta el centro del huracán, pies en tierra y saludo torero a todo el respetable; comienza el espectáculo. El primer invitado tras la primera ráfaga fue Pepe Salas, que estrenaría copla nueva, Lunes de ceniza, una de las letras más oscuras de mi tintero que Pepe supo acunar con su voz grave y cargada de blues. Para rizar el rizo, el grandísimo José Fernández Lito, que le hizo un solo a medida para disfrute de todos seguido de una perversión que nos marcamos del Sábado a la noche: nuestras guitarras más que batirse en duelo mantuvieron un diálogo en la cumbre que me tenía a dos palmos del suelo. Menudo artista grande tenemos aquí... Gracias, maestro. Luego le llegó el turno a Adolfo Caimán, con quien rememoramos los éxitos de dos semanas atrás en Madrid con la Southern Comfort y Fernando Martín para rematar después con la niña bonita del nuevo repertorio, Miss Carnaval. El momento más íntimo: un servidor solo, guitarra española en ristre, interpretando Las heridas, el homenaje a mis padres, ramo de flores incluido. El tango a piano con Manuel Moles dio paso a la recta final del espectáculo con Los Fabrizzios, que pusieron al teatro en pie con Mejor reír, una rumba rock zurda. Los clásicos de nuestro primer disco pusieron la guinda final a una noche de categoría. El aplauso cerrado en plena calle Echegaray del público que salía cuando fuimos a saludar a los amigos no tuvo precio. Vamos a por el segundo elepé, que ya va siendo hora. Gracias por el apoyo. Fue un concierto homenaje a mi banda y a la familia, que viene siendo lo mismo.