Cuando Jimi Hendrix revela su ficha cuenta que nació en 1942, en noviembre y en Seattle. Pero luego ya hace un relato más artístico, que lo acerca a su mundo posterior. Narra que una enfermera le puso un pañal apretado; que debía de estar en un hospital porque no se encontraba muy bien. El caso es que la enfermera lo acercó a la ventana: «Esa enfermera me puso a cien colocado por la penicilina que seguramente me había dado; y yo miraba hacia arriba y el cielo era simplemente... SsschuussSchush. ¡Mi primer viaje!». Son los primeros pasos en la vida de Hendrix. Más adelante describe asuntos familiares y desvela que hay sangre cherokee en sus venas. Ese relato tan surrealista de la penicilina abre el libro Jimi Hendrix, empezar de cero (Sexto Piso), que es una autobiografía nacida de un detallado trabajo de recopilación de datos audiovisuales, escritos y manuscritos realizado por el cineasta Peter Neal.

Hendrix, un genio quizá aún no comprendido, no tiene inconveniente en alabar hasta el infinito la escena británica de los sesenta, de donde él sacó su mayor provecho como artista juntos a su grupo, The Jimi Hendrix Experience. Alaba la labor de los Beatles, aunque con el paso de las páginas también deja entrever que hay que cambiar ese mundo Beatle por otro que innove, que dé un giro a la música que, justamente, es lo que el pretendía junto a sus compañeros de banda británica, Noel Redding y Mitch Mitchell. Respecto al trío, The Jimi Hendrix Experience, cuenta que era un buen modelo para controlar los «egos», aunque a él lo obsesionaba constantemente cambiar, hacer cosas nuevas, «tocar muy alto», cambiarlo todo. En Estados Unidos no le permitían hacer esas cosas, «tocaba para otros». Incluso cuando volvió triunfal de regreso recuerda que los disc jockeys eliminaron Hey Joe ante la ola de puritanismo que vivía el país.

En Inglaterra, en cambio, gracias al trabajo inmenso de Chas Chandler, se hinchó a pisar escenarios, aunque fuera haciendo giras con otros, pero le daban la oportunidad de lucirse. No sólo en Inglaterra. Recuerda con agrado una sesión en el Olympia de París con Johnny Holliday, al que Hendrix atinada o irónicamente califica de «Elvis francés».

Hendrix y su guitarra tocaron la cima por un cúmulo de coincidencias. Tras estar tirado por el mundo, harto de tocar In the midnight hour, de Pickett, y de hacer cola para tocar en el Apolo de Nueva York, un amiguete convenció a «Chandler, el bajista de Animals, para que fuera a vernos». Todo un golpe de suerte, porque Mick Jagger quería «llevarme de gira».

Sus relatos son como si un archivo vomitara (no es la mejor expresión hablando de Hendrix) la historia del pop-rock en los sesenta. Pero desde ahí parte, con el empeño de Chandler, su camino y sus vínculos con los genios.

Tenía sus debilidades por toda la escena sesentera británica. Ahora que Ginger Baker acaba de dejar su sello y su fuerte carácter en su reciente paso por Oviedo, Hendrix define su técnica de baterista de forma gráfica: se veían tantos brazos que parecía un pulpo. Y conocida era ya su admiración por los Cream, por Steve Winwood, Traffic... Y, claro, en constantes ocasiones se para en Dylan (también aclama a Brian Jones), al que ve un poeta que la mayoría de la gente no entiende: «Dylan sigue su camino. En este momento no está teniendo mucho éxito..., pero él seguirá haciendo las cosas a su manera». Eso lo cuenta Hendrix nada más terminar su versión de «All along the watchtower». Es una constante su ligazón con otras celebridades. Ya lo hace antes de partir de EEUU al desvelar su admiración por Albert King, Muddy Waters y B. B. King. Y también con su flipe con Alvin Lee y otros en Woodstock.

Hendrix define su música (difícil en alguien que tocaba la guitarra tanto con los dientes como con las manos) como «sensaciones libres». Una mezcla, dice el guitarrista, de «rock, freak out, blues y rave». Con el freak out bromea en un momento del relato y cuenta que en realidad es una fea expresión californiana con otro significado. En muchos pasajes muestra su admiración por el funky y el soul emocionante de Redding y otros; no así el de la Motown. Sin olvidar su aprecio por el viejo blues.

Viajes

Y todo eso sale de sus viajes por escenarios diversos. No en vano Hendrix tocó con todo quisque a uno y otro lados del charco, incluidos músicos tan dispares como Isley Brothers», Little Richard y The Monkees, a los que llama los «Beatles de plástico», o Engelberg Humperdinck y Cat Stevens. Pero su despertar estaba llegando en Inglaterra, tanto que McCartney quiso reclutarlo para intervenir en Magical Mistery Tour.

Cuando aparca su parte inglesa incluso describe la atmósfera política de entonces en EEUU. Le pidieron hacer un concierto para los Panteras Negras, al final se quedó en una canción: «Ellos sólo debían de ser un símbolo a ojos del sistema», dice. Y les escribió aquello de «El negro es oro puro y el verdadero rey de esta tierra...». Es, en fin, una vida de saltos del charco, del arranque en Inglaterra, Estados Unidos, pasado por Canadá, donde tuvo un juicio. Hasta el final cuando desapreció The Jimi Hendrix Experience para montar otras bandas. Y hasta su regreso a tocar en el festival de la isla de Wight con The cry of love. Para entonces todavía buscaba la música perfecta y hablaba de su pasión por Strauss y Wagner. Pero el tiempo ya no dio para más. Su historia se diluía justamente después de hacer él mismo una larga reflexión sobre la muerte. Quería una gran jam el día que se fuera, jam en la que estuviera Miles, entre otros, si fuera posible. Pero la despedida para su público fue más fría. «Londres, 18 de septiembre: Jimi Hendrix, la estrella del rock estadounidense cuyo guitarreo apasionado e intenso conmovió a millones de personas, ha muerto hoy por causas desconocidas. Tenía 27 años», decía su necrológica.