En cierta ocasión jugaba junto a mis amigos Gaby, Kike, Juanjo e Isa a un quizz que Paul organizaba en el Morrissey. En sus buenas noches de lunes allí podía haber unas cien personas distribuidas por equipos a la busca de un premio que consistía en varias copas gratuitas y una botella de cava. Debo escribir con orgullo que ganábamos con cierta frecuencia y nos llamábamos Palito Ortega como homenaje a una preciosa camarera argentina muy amable con nosotros. Hablo de hace varios años y el Centro de Málaga comenzaba ya a ser un espacio habitable lejano a la suciedad y peligro que lo dibujó hasta bien entrados los noventa. Pero yo, que peinaría canas si tuviera pelo, he pateado de sobra estas calles históricas a las que considero casi habitaciones anejas a mi pequeño apartamento y mi narración se irá un poco más allá en el tiempo. Veinte años son nada. Ganábamos con cierta frecuencia, pero no gracias a mí que nunca acertaba ni una cuestión relacionada con la música. Me quedé anclado en los grandes dinosaurios de los 70, como Pink Floyd, y de ahí evolucioné hacia el jazz y la música clásica. Magníficas credenciales para perder cualquier concurso popular que me proponga. Paul preguntó una noche por el instrumento que tocaba el famoso músico de jazz, Stephane Grappelli y yo dije a mis compañeros que el violín. Extrañados se miraron entre sí y se preguntaron si alguien lo sabía. Insistí que sí, que yo. Aquella noche triunfamos gracias casi a aquella pregunta.

Hace algo más de 30 años, el Centro de Málaga se enunciaba en aquel verso de Alberti, un peligro para caminantes. Málaga era una ciudad de tercera en un país que aún padecía el retraso cultural debido a los rigores del franquismo. Yo estudiaba Filología Hispánica en San Agustín pero por las noches no salía de los límites de mi barrio, Miraflores de los Ángeles. No había ninguna razón para venir al Centro, salvo al Terral o al Cantor de Jazz, oasis de amistades y cultura, y esto según gustos. Calle San Agustín trazaba por las noches de los años ochenta un pasillo oscuro entre la tinieblas de la Catedral y las de Calle Granada, una transición hacia Beatas y su abandono. Alguien abrió frente al Palacio de Buenavista, hoy sede del Museo Picasso, la hamburguesería Chaplin. La agilidad de una melodía que nunca había oído me hizo entrar y me atrajo durante varias noches de sábados invernales, cuando un paseo y tal vez un bocadillo eran antídotos contra el tedio y el existencialismo francés que entonces me invadía. Pregunté al único camarero qué estaba sonando y me dijo Stephane Grappelli. Aquel negocio duró poco, como era previsible dada la poca afluencia de público. Varias décadas más tarde gané un premio a pocos metros. Ahora me he venido a escribir, y esto no es un recurso literario, a la puerta de San Agustín. Aún clarea alguna luz alrededor de la leve sonrisa de la luna.

Varios turistas hacen fotos a la Catedral y un incesante trasiego de gentes pasea la calle en ambos sentidos. Picasso tiene tanta magia como este otoño de calor. El Museo Picasso me divide el raciocinio en dos. La estampa del Centro hace menos de diez años estaba teñida de oscuro, escombros y basura. El magnetismo de un malagueño ha servido para revitalizar una calle y, de paso, un área completa de la ciudad. Parece que la filosofía municipal malacitana consiste en no urbanizar nada antiguo si no se va a obtener algún beneficio de ello, y se ve que el Museo Provincial de Bellas artes no era suficiente excusa con su magnífica escuela del siglo XIX, aún oculta a los ojos de cruceristas. Siglo XX materialista y XXI en el que nada tiene sentido si no arroja un balance en números negros al final de mes. Bueno. La excusa del Picasso ha estado bien. Una exposición permanente de saldo dentro de la obra de Pablo Ruiz que, sin embargo, se une a itinerantes de primer orden. Un edificio histórico que tiene valor por sí, vacío, y que encamina turistas hacia unos callejones iguales a otras callejas de otras muchas ciudades. Un espacio cultural benefactor que nunca se habría articulado si no diera algún tipo de cuadratura monetaria positiva. Oigo las campanas junto a mí -esto puede ser un truco literario- y comparo este ambiente con el que guardo en mi memoria. De aquellos lejanos años juveniles me queda la nostalgia y un premio en un juego; ahora veo que estas aceras viven y es agradable su rumor de pasos. Quizás no esté del todo mal urbanizar a golpe de museo y no estoy seguro si no habrían tenido igual efecto el de los fantasmas que hay en Roma, o el de los penes que existe en París. Ya digo, el raciocinio roto por una política consistorial que siempre ha despreciado las señas de identidad de nuestra Málaga.