Decidí no volver a casa al salir de la escuela. Me había vuelto a acostar con los óleos; de mañana, la sábana era un revoltijo incomprensible de colores. La aya se tapó la boca; «Ay señorito Pablo, cuando su madre se despierteeee...». La última vez, me costó veinte azotes y una cucharada de aceite de ricino...

Anoche me caí en el salón llevando un pincel untado en verde. Tropecé con la alfombra y dibujé mi trayectoria descendente en la cal de la pared. A mi padre le pareció gracioso, y la curva se quedó. Mi madre, exasperada, colocó un jarrón delante, por las visitas.

Esta vez iba a perder la cuenta de los azotes.

Deambulé por el puerto en obras, una maraña de balas, fardos, toneles, banastas, barricas... en busca de un barco en concreto entre ajetreadas collas de estibadores y barqueros.

Lo encontré, amarrado en el muelle tres. Una balandra con aparejo de bergantín de la clase Cherokee. La misma, dicen, con la que Charles Darwin dio la vuelta al mundo. Había que admitir que su sola imagen abría las puertas de la imaginación.

Koni estaba al pie de la escala, catalogando sus baratijas. Ídolos de la tribu Fang, animales salvajes y mujeres de ébano, alargadas como en un cuadro de El Greco.

Me sonrió dejando asomar su dentadura, al atardecer, el único rasgo visible en su oscuro rostro : «Señorito Ruiz», me dijo, con su afrancesado acento tribal, «¿Ha venido usted solo esta vez? ¿Y su «Papi»?"

El «Beagle» cubría la ruta Douala / Málaga / Plata. Cada vez que atracaba, mi padre charlaba con Koni, en apariencia un simple marinero, aunque, por la actitud ansiosa de mi padre, debía ser algo más.

Mi padre quiso conversar a solas. Koni me frotó el pelo. Yo imaginaba que era un pirata. Me fascinaba.

Le conté mi problema mientras guardaba sus esculturas. La última, una figura de mujer, pelo largo, pecho desnudo, apoyando un lobezno en la cadera; los ojos, desplazados. Parecía irradiar una fuerza salvaje, primaria.

«No está a la venta» dijo; «La compré muy lejos, en Tahití; me da buena suerte. ¿No es así, Oviri?»

De todas maneras no llevaba dinero.

«No eres como tu padre, ¿Oui Petit Ruiz? Tu padre... está... como se dice,... enraizado. Esta ciudad... tiene raíces poderosas. Te atrapa. Yo mismo la he escuchado, llamándome. huuuum. Pero si te quedas, te maltratará. No te dará nada a cambio».

«Mi padre está en La Coruña; nos mudamos allí».

«Aaah, muy bien hecho. Que tu único vínculo con este lugar sea que te marchaste».

Bajé la cabeza. «Si le llevara un regalo a mi madre...».

Koni se acuclilló para mirarme a los ojos.

«Tengo esto» le mostré una pintura, un picador, hecha un año atrás. Koni la examinó con atención: «Te daré algo mejor».

Me acompañó hasta la bodega del barco, repleta de sábanas colgando. De entre ellas, aparecieron lo que parecían ser cinco mujeres desnudas. Sus rostros estaban de frente y de perfil a la vez, como si las viera en dos posiciones simultáneamente. Caras como máscaras de culturas antiguas: egipcia, íbera... pero afilados, geométricos.

«¿Qué te parece?» dijo Koni. Esta vez la caza ha dado buenos frutos. Cinco de una vez. Y son baratas de mantener; sólo comen sandía y flores silvestres. Tu padre quería quedarse una. Pero, ay, jamás podría comprarla con su sueldo de maestro».

Una de las mujeres, la del rostro oscuro, se acercó a mí. Tomó mi cara con sus manos. Al principio, sentí miedo; luego... entendimiento.

«Tú, sin embargo» dijo «No las vas a necesitar...

....Porque están dentro de ti».

Han pasado muchos años. Casi un siglo. Mi madre no me azotó. Nos marchamos a La Coruña. Por las noches, me despierto y contemplo mi mano, trazando sombras chinescas bajo la luz de la luna de Mougins.

Días atrás, vino un fontanero y me pidió llevarse algunos de mis bocetos. «Llévese los que quiera» dije; «tengo de sobra».

He visto el nuevo siglo y el nuevo siglo soy yo. No he conocido el amor. Sólo mujeres geométricas, compuestas de círculos, poliedros, rectángulos, dodecaedros.

Mi casa natal, se reformó para convertirla en museo. Diez años ha, los mismos que viví en Málaga. Uno de los albañiles reparó en la curva verde del salón. Se lo pensó dos veces, antes de colocar la pesada losa de mármol sobre el inocente y desgastado trazo.