Hace algunos días, charlando con un amigo sobre la situación social actual, sobre la desesperación en la que se encuentran atrapados muchos amigos y conocidos, en una de esas conversaciones que tiene más de huida que de estrategia, irrumpió entre nosotros una frase que se quedó en el sustrato de mi pensamiento durante algunas jornadas más, agazapada entre los latidos y el ruido, a la espera de ese instante en el que, como Norma Desmond, su (re)aparición tuviera más sentido que nunca.

«Ellos nunca podrán entender la belleza», espetó. La complicidad y aliento de estas palabras mueven al mundo, buena parte de la historia de la literatura, de la filosofía, de quienes somos, a fin de cuentas, se ha edificado en torno al significado que arrastra. «Ellos nunca podrán€», así estuve durante horas, mientras trabajaba, mientras me deshacía en la intimidad del ámbito privado, mientras Gallardón intenta(ba) pasar por encima de mis derechos como ciudadana. «Ellos nunca€» y así, con el eco de esta frase burbujeando en mi memoria, cautivada por La gran belleza, de Paolo Sorrentino, por su mirada incendiaria y festiva, decadente y esperpéntica sobre lo que implica la experiencia de la vida, la frase salió a escena haciendo todavía más grande la propuesta estética y poética de Sorrentino, su delirio y enigma, delirio que nace del propio asombro que la vida ofrece. Enigma por lo que la vida tiene de imprevisible.

Entender la belleza. Pero, ¿qué es la belleza? Cómo definir un concepto tan ligado a la subjetividad y contexto, tan dependiente del tiempo que toca habitar, tan anclado a la memoria de la infancia. Acaso podemos entender la belleza sin saber exactamente qué es, cómo nos sublima una mirada, una respiración entrecortada o una sonrisa primeriza. Quizá. Pero quizá no sea eso lo realmente trascendente, quizá aquello que haga que la belleza sea tal reside en esa sensación indescifrable que, por segundos, logra separarnos del acontecer, desligarnos de una individualidad y ofrecernos el mundo, con su misterio, con su caos. Con su injusticia y simpleza. Pero mundo, al fin y al cabo.

Hojas secas mojadas (La isla de Siltolá, 2013), de Isabel Bono, no sólo calibra y mide la belleza en relación con una realidad concreta -que como todas puede ser tan múltiple como anhelemos- sino que la muestra a través de tantas identidades que la belleza se hace mayúscula, como la vida que Bono muestra a través de esos instantes poéticos y narrativos, armazón perfecto para uno de los títulos más originales y certeros. Un libro que es abismo y advertencia. Que pone cada palabra en su sitio. Un libro de nudos y aliento.