No sé por qué se teme a la caída. Al abismo. Quizá sea uno de los trayectos de mayor disfrute. Un recorrido imprevisible, entre vectores que modifican direcciones y sentidos con cada nuevo movimiento del cuerpo, con cada nueva acción emprendida. El abismo. La caída. Cuando se cae varias veces, cuando se conoce el sonido que precede a la fractura, el sabor febril en la boca, la tensión en la musculatura, la caída palidece ante la fuerza de quien la supera, de quien afronta el riesgo que ello conlleva. Sí, pensarán que hay diversos tipos de caídas, y piensan bien. Pero centrémonos en caídas rutinarias, de corte íntimo, doméstico. A las que el ser humano debe acostumbrarse porque, en parte, la experiencia de la vida consiste en eso. ¿Por qué temerlas? Quizá porque muestran aspectos de nosotros que nos hacen vulnerables y eso, hoy en día, parece estar prohibido. No se puede fallar ni errar. Hay que aparentar ser todo y saber de todo. Aunque ese todo esté cada vez más vacío.

Es curioso. Mostramos nuestras vidas en las redes sociales sin temer al pudor o al ridículo. Pero le negamos al tropiezo la importancia que tiene. Dejamos caer la primera estupidez que aparece en nuestra jibarizada mente -que diría Pascual Serrano-, nos presentamos ante lo desconocido como algo o alguien que jamás seremos -la impostura es el gran aliado del individuo occidental, al menos en el albor del siglo XXI- para calibrar el ser con el estar, para engañar(nos). Insisto, no se puede fallar. Si uno no logra publicar una novela, si no se hace con una columna de opinión en un medio hipster de tirada nacional, si no se publica un álbum de estudio al año o si no se hacen varias exposiciones dentro del circuito oficial parece que eso nos inhabilita para reflexionar. Para mejorar, al fin y al cabo. Porque quizá, y sólo quizá, si uno no logra cualquiera de los anteriores propósitos será que el empeño -o el talento- no es el suficiente, y ello debería hacernos pensar. Pensar para caer y, tras ello, levantar el vuelo hacia un horizonte que todavía nos espera. Distinto, pero que espera y anhela.

Chantal Maillard en Bélgica (Pre-Textos, 2011), uno de esos libros que todo ser humano debería leer al menos una vez en la vida, reflexiona sobre caídas, sobre la vida, sobre el aliento y el latido. En uno de esos fragmentos que paraliza por lo qué dice y cómo lo dice, Maillard golpea, sin piedad y con toda la razón, a esa parte débil de la sociedad que se sustenta en el miedo a la vulnerabilidad, a la caída, al escribir que «Desde que el ser no sólo no existe sino que, no siendo nada, tampoco es, voy más ligera. (?) No hay tiempo para grandilocuencias. Que ¿qué es la vida? La pregunta, señores, crea la cuestión, y tengo por seguro que nadie vive más ni mejor con la pregunta en los labios». Así que, quizá y sólo quizá, es tiempo de disfrutar de la caída pues ello nos hará más libres. Más fuertes. Ello nos hará.

@CrisConsuegra