Uno añora todavía aquellos años en que la ciencia-ficción (que entonces se escribía así, con guión intercalado) representaba al mismo tiempo una expresión cultural y un modo de prepararnos para el futuro. Cuando las revistas y cómics de ciencia-ficción eran una expresión de fraternidad. Pero el sueño se desvaneció pronto. En el caso de J. G. Ballard sucedió con el estreno de La guerra de la galaxias de George Lucas, «la primera película del género que carece por completo de seriedad», según dijo el escritor británico en una entrevista realizada en 1993. El autor de El mundo sumergido, La isla de hormigón y Crash fue el primero en denunciar la penosa deriva del género: «Las sagas futuristas, llenas de componentes mágicos, de horror y quién sabe más, acabaron en una impía mezcolanza carente de toda autoridad moral».

Cuando Ballard, nacido en Shanghái en 1930 y muerto en Londres 2009, se hizo escritor de ciencia-ficción «las cosas eran más claras: el futuro era decididamente mejor y el pasado había sido peor que el presente». La ciencia-ficción fue, pues, la coartada de Ballard para iniciar su exploración del espacio interior, el mundo de las ensoñaciones diurnas, el mundo de la mente. Y lo hizo principalmente en un formato que a menudo pasamos por alto: el cuento. Ahora el sello RBA ha recogido toda su producción narrativa breve en un voluminoso volumen de 1.200 páginas, precedido por un introducción del autor escrita en 2001, donde destaca la «cualidad instantánea» de los cuentos para plegarse a cualquier tema.

Escritor inteligente, sutil y ávido de nuevas formas (véase el cuento experimental Por qué quiero follarme a Ronald Regan, donde profetizó el ascenso a la Casa Blanca del conocido actor, por entonces gobernador de California), parece claro que Ballard consiguió sacarle el máximo partido a sus cuentos, donde hizo que los lectores se familiarizaran con el hambre, el sufrimiento, la muerte, la soledad y el absurdo, sin recurrir a viajes espaciales y exploraciones del universo como A. E. Van Vogt, Isaac Asimov o Arthur C. Clarke, pues estaba convencido de que la Tierra era el único planeta verdaderamente extraño de todo el Sistema Solar.

Ballard fue un escritor de su tiempo (que es también el nuestro de ahora, que nadie sabe cuándo empezó ni cuándo va a finalizar), de mente abierta, sin rigidez en sus posturas, pero preciso a la hora de ofrecer las visiones más terribles que se pueden presenciar. Algo que saben muy bien el conde Axel y su mujer, acosados por una masa humana brutal e imparable que parece empeñada en destruir todo a su paso, en el cuento El jardín del tiempo. Igual de terrorífica es la sociedad que Ballard describe en La unidad de cuidados intensivos, donde los hombres y mujeres no tienen contacto físico, pues toda su vida, incluyendo la sexual y familiar, se realiza a través de la televisión, ya que encontrarse en persona con otro ser humano es una transgresión punible.

La mayoría de los cuentos de Ballard, con nuevas traducciones de Manuel Manzano y Rafael González del Solar, participan menos de lo imaginario que de lo vivido (o vislumbrado) por el propio autor en un campo de concentración en China, donde con catorce años conoció por primera vez el horror: «¿Has visto la bomba atómica?», pregunta Basie, un americano que se gana la vida como ladrón, en su célebre novela El imperio del Sol -llevada a la gran pantalla por Steven Spielberg y en el que Christian Bale incorporó al pequeño Ballard-. A lo que Jim (Ballard) responde: «Durante un minuto entero, Basie. Una luz blanca, más fuerte que el sol, cubrió Shanghái. Supongo que Dios quería ver todo». Lo cierto es que lo que no vio Dios, Ballard se encargó de contárselo en sus cuentos y novelas. En fin, que recomiendo que se dejen llevar como almas en pena por esta magnífica colección de atrocidades que anuncian la muerte del futuro.