Es curioso esto del paso del tiempo. Esto de calibrar el acontecer desde una individualidad siempre en movimiento. Enfrentarse a cada nuevo día como si fuera el último, como si la vida se entregara a la trayectoria curvilínea, cordillera imprevisible, que supone cada jornada en nuestra experiencia. Ahora que mis días surcan veloces y voraces, que el frenesí me impide observar la lluvia, el horror, la sonrisa, cerrar la mirada para pensarme en otro lugar, más frío y distante, se antoja urgente e imprescindible.

Esos trazos frenéticos tienen un lado áspero pero también tienen un algo que sólo surge durante los procesos de crisis, ese ejercicio reflexivo consistente en dilucidar la importancia de las cosas en la vida de una. Los afectos, primarios y secundarios, siempre aparecen como grandes anhelos, pero el sabor de la palabra se presenta como urgente, ese despertar único que se experimenta cuando te enfrentas a la lectura de una novela, un conjunto de relatos, una poesía que parecen estar escritos para un Yo desde un Otro familiar, cosido a la sombra que se arrastra y que crece con el incremento de los años.

La literatura. La palabra. A estas alturas, no sabría decir exactamente qué sería de mí sin su abrigo y complicidad, sin las ideas concebidas, descubiertas. Atesoradas. Ideas. Todas, las compartidas y rechazadas, dejan muescas en el molde de la identidad. Precisamente, en un presente tan poco dado al pensamiento pausado, he aprendido a valorar la idea, y su transformación en palabra, por encima de cualquier intento material o bien. Ahora que el ritmo se impone, que la ciudad sigue su latido sin reparar en el aliento, el despertar a la idea se hace más necesario que nunca. Quizá sea la misma vida.

@CrisConsuegra