­El 23 de febrero de 1942 sucedió algo inesperado. Stefan Zweig y su joven esposa se suicidaron juntos en Petrópolis, Brasil. Al día siguiente, el gobierno de ese país celebró un funeral de Estado, al que asistió el presidente Getulio Vargas. La noticia se extendió rápidamente, fue noticia de primera página en The New York Times. Zweig había sido uno de los autores más reconocidos de su época, y su obra traducida a más de cincuenta idiomas. Para uno de sus amigos, el novelista Irmgard Keun, pertenecía a los que sufrían y, y se resistían a odiar. Zweig, según él, vivía en un mundo de cristal inmaculado del espíritu que no tiene capacidad para hacerse daño ni a sí mismo. En parte, se equivocaba.

Georges Prochnik, profesor de literatura inglesa en la Universidad Hebrea de Jerusalén, propone en El exilio imposible una búsqueda tan honrada como conmovedora de las causas que llevaron a Zweig a quitarse la vida, siendo como era un autor admirado que acababa, además, de terminar dos de las obras que más popularidad le acarrearían, El mundo de ayer, y Brasil: país del futuro. Una cruel paradoja en su caso, ya que fue en Petrópolis donde él mismo se despojó de porvenir. Con otra obra suya, Novela de ajedrez, había profundizado en los horrores de su tiempo, demostrando que las terribles experiencias a las que se había visto sometido no había socavado en absoluto su brío creativo. Recientemente se había casado con una mujer cariñosa, casi treinta años menor que él, y había elegido salir de Estados Unidos y refugiarse en Brasil, una nación hospitalaria que supuestamente había excitado su imaginación. Prochnick se pregunta por qué el exilio demostró ser tan intolerable para Stefan Zweig cuando para otros artistas había supuesto un estímulo. Los ejemplos son múltiples. Muchos de ellos de escritores y cineastas que huyeron de la barbarie europea camino de América. El autor recuerda cómo Claude Lévi-Strauss, al caminar por las calles de Nueva York por primera vez en 1941, describe la ciudad como el lugar donde todo parecía posible. El dinamismo estadounidense empezaba a ser un antídoto contra la fetidez que despedía Europa central. Zweig nunca había experimentado momentos de terror o tomado decisiones de vida o muerte en cuestión de horas. Ni jamás tuvo que reconstruir su carrera profesional, de costumbres razonablemente ordenadas su ejemplo es diametralmente opuesto al de su amigo Joseph Roth, acuciado por las deudas y consumido por el alcohol. Parecía siempre dispuesto a anticiparse a la ola y de modo previsible a empacar sus maletas, a ordenar sus posesiones, y, lo más importante de todo, a elegir con cierta naturalidad su destino. Abandonó Austria y su casa en Salzburgo en 1933. Un registro policial bajo el falso pretexto de encontrar un alijo de armas ilegales, lo obligó a salir de Gran Bretaña, dejando a su esposa, Friderike, y sus dos hijastras atrás.

A diferencia de sus colegas alemanes, que habían huido del país tras la llegada de Hitler al poder en enero de 1933, sin la esperanza de volver a casa hasta que se produjera un cambio de régimen, Zweig viajó libremente entre Londres, Viena y Salzburgo durante otro cinco años. Hasta la anschluss, en 1938, utilizó un pasaporte austríaco que le permitía hacer viajes a EEUU y Sudamérica. Allí, en Brasil, programó el último de ellos que Prochnik intenta desentrañar en su libro.