A través de una secuencia que corta la respiración, citada hasta la saciedad en todos los manuales sobre cine negro norteamericano como paradigma de la maldad en estado puro, Richard Widmark (Sunrise, Minnesota, 1914/ Roxbury. Connecticut, 2014) consiguió instalarse en la élite de los grandes villanos de Hollywood sin perder nunca su rango de estrella, tras años intentando hacer carrera inútilmente en los escenarios neoyorquinos y en algunas de las cadenas de radio más populares de la época. Sólo le bastó encontrar un personaje a su medida, brutal, cínico y desmedido, para demostrar urbi et orbi la verdadera dimensión artística de su talento ante las cámaras.

Fue en 1947, año de su debut en la pantalla con El beso de la muerte (Kiss of Death), del prolífico Henry Hathaway, y en plena implosión del film noir, cuando su enjuta figura se convertiría, de la noche a la mañana, en todo un referente en el profuso catálogo de patologías criminales que ha ido registrando el cine a través de su historia, catálogo en el que ocupa también un lugar preeminente -no debemos olvidarlo pues constituye también un valioso referente- el indolente y despechado Dan Duryea, otro gran especialista en personajes manifiestamente perversos con el que Widmark guarda incluso una curiosa semejanza fisonómica.

Ambos, excelentes intérpretes, compiten, desde su irrupción en el cine, por alcanzar el siniestro récord de haberse convertido en el asesino más retorcido y despiadado del género, a estrecha distancia de otros dignos aspirantes, como Edward G. Robinson, Lee Marvin, Jack Palance, James Cagney o George Raft.

Hathaway, con más de 15 años de experiencia profesional a sus espaldas y autor de trabajos tan pulidos e inspirados como Sueño de amor eterno (Peter Ibbetson, 1935), Rommel, el zorro del desierto (The Desert Fox, 1951), Niágara (Niagara, 1953) o A 23 pasos de Baker Street (Twenty-three Paces to Baker Street, 1956), lo descubrió a través de un encuentro fortuito en unos estudios de doblaje donde el actor prestaba su voz a un spot.

Tras un rápido examen de sus condiciones actorales no dudó un segundo en confiarle el papel de Tommy Udo, el gángster psicópata que, en un momento particularmente escalofriante de la película, empuja escaleras abajo a una anciana atada a su silla de ruedas sin la menor contemplación. El personaje, naturalmente, se adueñó con tal fuerza del actor que jamás pudo despojarse de su influencia.

Por eso, a Richard Widmark no le encajó nunca la etiqueta de galán, al menos no en la acepción que se le ha dado tradicionalmente a este vocablo cuando se intenta definir cierto perfil de actor hollywoodiense, a pesar de que, ocasionalmente, protagonizara algunos romances memorables, como, por ejemplo, el que vive junto a la almibarada Doris Day en Mi marido se divierte (Tunnel of Love, 1958), de Gene Kelly, o el que comparte con una actriz aún en ciernes llamada Marilyn Monroe en Niebla en el alma (Don’t bother to knock, 1952), bajo la batuta del británico Roy Ward Baker; de ahí que, en ambos casos, su actuación, celebrada por el gran público, no alcanzara en ningún momento el nivel de excelencia de otros muchos trabajos en los que sí luce en todo su esplendor ese prodigioso talento dramático que lo convertiría, años después, en una de las grandes estrellas del cine de la década de los 50 y 60 y, sin duda, en uno de los intérpretes que mejor personificó la idea de la maldad en la pantalla.

El suyo era un perfil que pasaba por un tamiz muy diferente, un tamiz que, además de habilitarle como intérprete de personajes turbios, ciclotímicos y venales, le aportaba un importante plus de originalidad a su trabajo gracias al cual se granjeó muy pronto la admiración popular y el aplauso de los críticos. Y aunque sus últimos pasos profesionales no tuvieron la misma firmeza y coherencia demostradas en sus años iniciales, siempre dejó su impronta bien definida, incluso en películas manifiestamente mediocres, como Los invasores (The Long Ships, 1964), de Jack Cardiff, Operación isla del oso (Bear Island, 1979), de Don Sharp, o Alerta: Misiles (Twilight’s Last Gleaming, 1977), de Robert Aldrich, bajo cuyos endebles argumentos lograba, como ocurre siempre con los auténticos actores de raza, brillar con luz propia, por encima de cualquier contingencia ajena a su capacidad interpretativa. Dueño de uno de los rostros más atípicos entre los intérpretes de su generación, flexible como pocos en su empeño por tocar todas las teclas de su oficio, Widmark conjugó con verdadera maestría tres factores esenciales en el desarrollo de un buen profesional de la actuación: autodisciplina, instinto emocional y voluntad de superación. De ahí que su biografía no quedara nunca salpicada por ningún otro suceso que no fueran los estrictamente profesionales y que cada papel al que se enfrentaba lo abordara con un rigor metodológico admirable, ya fuera con cualquiera de los numerosos antihéroes que encarnó durante décadas a partir de su providencial participación en el filme de Hathaway, como con sus héroes positivos a los que dotaba a menudo de una enorme intensidad emocional.

Aunque quedó siempre bien patente el tinte amoral de la mayoría de sus personajes, tanto los que interpretó en el ámbito del western con directores del prestigio de Delmer Daves, John Sturges, Edward Dmytrick, Andrew V. MacLaglen, William Wellman o Richard Quine, algunos, como el atormentado Johnny Gannon de El hombre de las pistolas de oro (Warlock, 1959), de Dmytrick, o el jugador marrullero y ambicioso de El jardín del diablo (Garden of Evil, 1954), de Hathaway, en perfecta sintonía con la tradición del villano manipulador y vengativo que tan a menudo merodeaba por el género, como cuando encarnaba la figura del gángster sin escrúpulos, Widmark también demostró grandes aptitudes para protagonizar heroicos dramas bélicos como, pongamos por caso, Vencedores o vencidos (Judgement at Nuremberg, 1961), de Stanley Kramer, donde encarna al coronel Tad Lawson, un fiscal del Ejército estadounidense encargado de sustanciar el juicio contra diez jerifaltes nazis tras el final de la Segunda Guerra Mundial.

Eminencias

Rodeado de eminencias del calado popular de Spencer Tracy, Montgomery Clift, Burt Lancaster, Maximiliam Schell, Judy Garland y Marlene Dietrich, Widmark ofrece una actuación absolutamente memorable en su difícil desafío de aportar credibilidad a un personaje con un encargo tan trascendental como fue, sin duda, el de acusar a lo que quedó de la cúpula del Tercer Reich tras el final de la contienda de los más horrorosos y devastadores crímenes contra la humanidad que se habían perpetrado nunca en la historia de las naciones.

Así pues, contemplarle en esta película excepcional constituye, posiblemente, una de las experiencias más gratificantes que puede ofrecernos un actor consciente de la gran carga emocional que ha de depositar en una representación histórica de tal calibre.

Vencedores o vencidos no fue, sin embargo, la única película donde Widmark vistió el uniforme militar. Otros títulos con enjundia, como El diablo de las aguas turbias (Hell and High Water, 1954), de Samuel Fuller; Take the High Ground (1953), de Richard Brooks; Pánico en las calles (Panic in the Streets, 1950), de Elia Kazan; Patrulla de rescate (Flight from Ashiya, 1964), de Michael Anderson; Atraco en las nubes (A Prize of Gold, 1955), de Mark Robson; Estado de alarma (The Bedford Incident, 1965), de James B. Harris; Situación desesperada (Halls of Noctezuma, 1950), de Lewis Milestone; Luchas submarinas (The Frogmen, 1951), de Lloyd Bacon; Tempestad sobre Asia (Destination Gobi, 1953), de Robert Wise, constituyen la prueba más elocuente de que, pese a la oscura leyenda que le generaron muchos de sus personajes, también supo desenvolverse con solvencia y convicción en la orilla contraria, legando a la posteridad héroes provistos de una gran complejidad moral.