Málaga es huérfana de si misma. Y lo es de manera continuada. Es un árbol en eterno otoño y cada hoja que cae supone un vacío enorme para el corazón de nuestra tierra.

Ha muerto El Tiriri. Casi nada. Y es bueno recordar. Porque rememorar complementa lo vivido para no olvidar nunca. Pero de nada vale -y tampoco es mi función- la de hablar ahora sobre su nacimiento en el barrio de la Trinidad, su familia de artistas con La Cañeta a la cabeza o sus años en la compañía de Miguel de los Reyes con el que -por seguro- está ya compartiendo mesa en la terraza de Chinitas celestial bajo el calor incombustible que aportan dos vasos de vino llenos hasta los bordes.

Se va un personaje clave y singular de Málaga y el flamenco. Un cantaor de segundo plano que nunca lo fue de primero porque no pudo, no quiso, o no supo contar chistes ni tampoco bailar. Era bajito, feo y de piel oscura. Pero tenía voz. Tenía pellizco. Tenía carisma. Y con esto bastaba para ser un hombre con nombre.

El Tiriri era un edificio histórico del maltrecho centro de Málaga. Eran cimientos fuertes aunque la fachada se cayera a pedazos. Era categoría en sus formas aunque llevara apuntalado décadas. Es arte malagueño vivo. Es objeto de museo. Es pieza digna de estudio para conocer qué Málaga hemos tenido y cómo se ha escapado de entre los dedos.

Su muerte no hace si no evidenciar la necesidad imperiosa de cuidar con dinero público a estas efigies de la cultura malacitana si pasan por apuros. Es cierto que cada uno es dueño de su vida y responsable de sus actos. No cabe duda que la gestión de las economías particulares se limita a la puerta de tu casa pero no todo el mundo es un artista. No todos regalamos y aportamos lo que muchos cantaores han dado a Málaga y su música. Gente iluminada que hicieron de esta tierra una ciudad cantaora. Y para conseguir eso, hay que ser artista. Y para ser artista hay que ser especial y raro. Y si eres especial y raro... Las cuentas nunca salen.

Me da lástima no poder ver más a Gabriel caminando por calle Larios con las manos a la espalda. No volver a verlo sentado en la silla junto a la puerta del Café Central. Se acabaron esos encuentros fortuitos en los que El Tiriri te decía varias veces lo mal que estaba y pedía sin pedir para sacar un café o algún dinero.

La gente es torpe. Se equivoca. Cualquier chalado daría cientos e incluso miles de euros por una cena con un cantante de esos que salen en la tele que no se sabe bien ni qué son. Pero se nos escapa que muchas mañanas hemos podido tener en la mesa a un personaje de dimensiones estratosféricas -aún siendo muy chiquitillo- como era El Tiriri. Era Málaga condensada. Era una vocabulario antiguo. Rancio. Genuino. Era escuchar a alguien que había viajado más que yo mil veces pero que parecía que no había salido de la Trinidad.

Era el hombre que aún hablaba de las historias de las fiestas de los poderosos de Andalucía. Era el hombre que reconocía a los señoritos de su época y los trataba con absoluto respeto. Era un señor educado. De los que te saludaba siempre y preguntaba por la familia aún no conociendo a ninguno.

Eres un artista, Tiriri. De los que se defienden a si mismo. Y es que solamente un virtuoso es capaz de decir públicamente la de gente que conoce. La de artistas que vienen cuando él los llama. La cantidad de personas con las que ha trabajado y el dinero que ha ganado sin que suene feo u ostentoso. Y por eso ahí está Gabriel y aquí estas líneas.

El Cautivo del Tiriri. El cantaor con el de la túnica blanca en la solapa y al que le temblaba la voz al decir lo mucho que quería a su Málaga.

Nació en la Trinidad, llevó al Trinitario siempre a gala y muere el Civil.

Qué vida más bien gastada aunque la gloria te la reserves para la muerte.

Viva Málaga y que viva El Tiriri.