­Cada vez que son consultados por alguna publicación especializada para votar sobre las mejores películas de la historia, la mayoría de los críticos de todo el mundo comparten curiosamente una misma opinión: que no ha habido un solo filme en los anales del cine que haya alcanzado tan altas cimas de creatividad ni tanta unanimidad en su valoración como Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), la opera prima que consagró a Orson Welles (Kenosha, Wiscosin, 1915/Los Ángeles, California, 1985) y que le permitió, durante algún tiempo, hacer sus propias películas en total libertad mientras que directores con mucha más experiencia y renombre seguían sufriendo continuas injerencias en ese perseverante empeño de la mayoría de los productores por fiscalizarlo todo, incluido el irrenunciable derecho a la libertad de acción al que aspira legítimamente cualquier creador.

Y no es casual tal coincidencia pues se trata, a fin de cuentas, de una certeza mayoritariamente compartida por varias generaciones de comentaristas y estudiosos que insisten en resaltar la condición de obra fundacional en lo que consideramos, con la debida perspectiva que nos proporciona el paso del tiempo, como la epifanía de la modernidad cinematográfica, la que libró al séptimo arte de muchas de sus servidumbres más arcaicas, permitiéndole abrazar una nueva y revolucionaria concepción de la narrativa visual que crearía escuela entre los cineastas de todo el mundo.

Escrita por Herman Mankiewicz -hermano de Joseph L.-, John Houseman, Joseph Cotten -ambos no acreditados- y el propio Welles, Ciudadano Kane es, además del faro que iluminó el punto de partida para el cine contemporáneo, una de esas escasas obras maestras que no agotan nunca su capacidad de seducción, y que han ejercido una enorme influencia sobre legiones de cineastas que han reconocido abiertamente la incuestionable paternidad intelectual de su director como impulsor de un giro crucial en la transformación del lenguaje cinematográfico. No obstante, antes de dar este sonoro campanazo, Welles dirigió, en 1938, junto a John Berry, Too Much Johnson, una comedia de apenas 40 minutos de duración, jamás estrenada y que, hasta al 2013, año en que se descubrió la existencia de una copia en unos viejos almacenes de Roma, se había dado por perdida. Durante la pasada Mostra de Venecia pudo verse en una sección especial y, pese a que se detectan en ella ciertos rasgos estilísticos del futuro maestro, la opinión más generalizada de la crítica que acudió a su tardío estreno no reflejaba demasiado entusiasmo por el filme.

Tres años antes de convertir su debut como cineasta en todo un suceso de enorme trascendencia y de revolucionar el teatro norteamericano dirigiendo a su propia compañía, el Mercury Theatre, en montajes dotados de un apabullante derroche de imaginación, Welles ya había dado pruebas de su genio la noche del 30 de octubre de 1938 a través de su peculiar y muy elogiada versión radiofónica de la novela de H. G. Wells La guerra de los mundos. Un insólito experimento a través del cual conseguía poner en jaque al país entero haciendo creer que lo que se oía por las ondas era la crónica viva y en directo de una abrasiva invasión extraterrestre sobre la Tierra. El mundo conoció ese día de lo que era capaz aquel joven actor y director teatral de 23 años si le ponían en sus manos los medios adecuados para expresar abiertamente su desbordante inventiva y sus irreprimibles deseos de rodearse de un universo creativo a la altura de su genio.

Pues bien, a partir del estreno de Citizen Kane, sistemáticamente boicoteada por los esbirros del legendario magnate de la prensa estadounidense William Randolph Hearst al verse este fielmente retratado en el personaje central de la película, el autor de Una historia inmortal (Une histoire inmortelle, 1968) iniciaría una accidentada carrera que se saldaría con una brillante filmografía integrada por catorce largometrajes como director, algunos inconclusos, y más de sesenta como actor, algunos de los cuales, como la formidable El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942), su segunda película, libremente inspirada en la novela de Booth Tarkington, fueron concienzudamente tergiversados en la mesa de montaje por los gerifaltes de la RKO que no tuvieron empacho en emplear la tijera para obtener el máximo rendimiento taquillero sobre el capital invertido.

Decepcionado por el trato vejatorio recibido por su segundo trabajo, uno de sus pocos filmes en los que no aparece como actor, Welles retoma su actividad en el teatro, en la radio y como actor en películas ajenas hasta que decide, cuatro años más tarde, volver a los platós para dirigir, también para la RKO, El extranjero (The Stranger, 1946) a partir de un guión de Anthony Séller -seudónimo de John Huston- con Loreta Young, Edward G. Robinson y el propio director, encarnando en esta ocasión a un ex agente de la Gestapo refugiado en los Estados Unidos al que Robinson desenmascara tras una implacable persecución. Con esta película, cuyo montaje también fue alterado por los productores, Welles aportaba su propio grano de arena a la causa antifascista mientras los ecos de la guerra aún retumbaban en la memoria del pueblo estadounidense y en la ciudad alemana de Núremberg se iniciaban los preparativos para juzgar a los últimos lacayos políticos del derrotado régimen nacionalsocialista.

Dos años más tarde, y casado ya con la hipnótica y sensual Rita Hayworth, realiza para la Columbia La dama de Shanghái (The Lady From Shangai), un film noir libremente inspirado en la novela de Sherwood King If I Die Before I Wake con el que vuelve a cosechar otro rotundo fracaso comercial. Ni la presencia en el reparto de su flamante y bella esposa, una de las estrellas más populares del momento, y de algunos de sus actores habituales, como el gran Everett Sloane, ni la maestría visual con la que resuelve secuencias tan memorables como la de los espejos múltiples, por citar una de las más celebradas de toda su potente filmografía, impidieron que la película recibiera la atención que sin duda merecía.

Sin embargo, y para erradicar definitivamente su bien conquistada fama de director despilfarrador y lento, Welles rueda en sólo veintitrés días Macbeth (Macbeth, 1947/48), una versión muy libre de la tragedia homónima de Shakespeare en la que él mismo se reserva el papel protagónico junto a algunos de sus colaboradores más veteranos en el viejo Mercury Theatre. Un trabajo dotado de un impresionante magnetismo donde se funden sorprendentemente la carpintería cinematográfica y la teatral para ofrecernos un espectáculo de una gran intensidad dramática y de una originalidad visual sobrecogedora.

Aunque tampoco esta vez se granjearía el éxito popular, la crítica se deshizo en elogios hacia lo que algunos no dudaron en calificar como "una interpretación inteligente y briosa de William Shakespeare" o "como la adaptación más imaginativa que se ha hecho nunca del genial dramaturgo inglés". Este pequeño éxito le animaría más tarde a rodar Otelo (Othello, 1949/52), pero en Europa, donde encuentra de nuevo todas las facilidades necesarias para trabajar con total libertad junto a sus actores y técnicos favoritos, además de hacerse con la prestigiosa Palma de Oro del Festival de Cannes, prueba palpable de la admiración que siempre se le rindió a Welles y a su obra en los círculos intelectuales y artísticos del viejo continente en contraste con la manifiesta hostilidad con la que eran recibidos sus proyectos entre los productores hollywoodienses.

Instalado ya en España, país en el que, cumpliendo sus pro-pios deseos, reposan sus restos mortales, dirige Mr. Arkadin (Mr. Arkadin/ Confidential Report, 1954 / 55), un extraño y claustrofóbico drama inspirado en su propia novela donde el director vuelve a demostrar su capacidad de indagación en la psicología de ciertos personajes muy cercanos, en el plano moral sobre todo, al prototipo personificado por el plutócrata Charles Foster Kane, figura sobre la que gira su impactante debut como director en 1941 y a la que volverá a recurrir, aunque tangencialmente, en otros momentos de su escueta pero sobresaliente carrera delante y detrás de las cámaras.

Visiblemente extraviado merced a sus excesos bulímicos y su incontenible pasión por la España más sensual y epicúrea, Welles no volvería a pisar un plató para dirigir hasta 1958, año en el que por encargo de Charlton Heston, en uno de sus escasas incursiones en el ámbito de la producción, toma las riendas de Sed de mal (Touch of Evil), un oscuro thriller basado en la novela homónima de Whit Masterson, y la convierte, pese a los manejos a los que fue sometido por la Universal en el montaje final, en una de las piezas canónicas del género. Película de atmósfera turbia, amoral, sombría y barroca que presagiaría la llegada, en 1962, de El proceso (The Trial/Le Process), otro fracaso taquillero monumental donde se refleja, más que en ninguna otra de sus películas, la manipulación ejercida por sus productores. No obstante, su recuperación llegaría algún tiempo después con la superproducción de Emiliano Piedra Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, 1966), otra solemne y apasionante lectura cinematográfica del mejor Shakespeare que le aportaría tanta gloria como en su día lo hicieron Ciudadano Kane o El cuarto mandamiento y al cine español el valioso honor de que una pieza artística tan colosal figure, con letras de oro, en su fondo patrimonial.

It´s All True (1941/1942), Don Quijote (1960), Una historia inmortal (Une histoire inmortelle, 1966/68), según el cuento Skibsdrengens fortaeilling, de la escritora danesa Isak Dinessen; The Other Side of the Wind (1970/75); Fraude (F. For Fake, 1973) y Filming Othello (1978), trabajos en algunos casos inconclusos, constituyen la prueba más elocuente de la incontinencia, magistral si se quiere, pero incontinencia al fin y al cabo, de este enérgico y visionario demiurgo cuya actitud de incorruptible rebeldía frente al statu quo de la industria hollywoodiense le costó tan caro que tuvo que renunciar a lo largo de su vida a decenas de proyectos considerados, gracias al obstinado mercantilismo del Hollywood más conservador, como utópicos, excesivos, personalistas y megalómanos. Pero así fue, entre dificultades y zancadillas, entre incomprensiones y miserias, pero estimulado siempre por una inextinguible pulsión creativa, cómo logró generar una de las herencias artísticas más valiosas, deslumbrantes e innovadoras de la historia grande del cine.