En la apertura, el año 2003, del Museo Picasso en la antigua sede del Bellas Artes, convenientemente corregida y aumentada, hay unanimidad en localizar el punto de partida del proceso de reinvención de la identidad local en torno a la picassización de Málaga, y a la inversa, la malagueñización de Picasso. Esta configuración imaginaria de la que se autonombrará Ciudad genial no se puede entender sin el sustento teórico del concepto de cultura del simulacro, presente ya en las primeras tentativas de recuperación picassiana iniciadas mucho antes y de las que se dan cumplida cuenta en la Casa Natal de Picasso, pero sin la trascendencia en términos de explotación comercial que comportará el museo. Por más que el Picasso, buque insignia de la refundación de la ciudad en torno al turismo cultural, no haya alcanzada ni la mitad de las expectativas, en términos de visitas: ni 400.000 al año, del millón prometido.

Meses antes, ese mismo año, 2003, abre el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga, inaugurado, en lo que con el tiempo adquiere aires de augurio, por los duques de Palma, Cristina de Borbón e Iñaki Urdangarin. El centro es gestionado por una empresa privada con una falta de transparencia solo comparable a los modos en que los gobierna el director de una y otro, Fernando Francés, que va extendiendo progresivamente su presencia en todo lo que en ámbito del arte contemporáneo sea susceptible de generar dividendos, en la capital y en la provincia. El edificio que ocupa el CAC fue concebido y utilizado como mercado de abastos, lo que parece pesar también en su sino, pues su programación no parece atender a otro norte ni criterio que el mercado mismo: más parece la lista de lo más vendido que otra cosa, el hit parade del mercado del arte. Lo mismo que una galería privada. Solo que con dinero público.

Y lo mismo se podría decir del Museo Carmen Thyssen, si no fuera porque el oropel que rodea al personaje desprende tantos destellos que casi no hay manera de centrarse en otros aspectos también dignos de reseña: desde la cacicada inaugural con despedida/dimisión de la dirección, y dedazo ad hoc;pasando por el carácter rehén de la colección, siempre sujeta a renegociación y bajo amenaza de mejor postor; y terminando por la colección de estampas costumbristas -toscos precedentes del souvenir más kitsch-.

En el caso del MUPAM, el Museo del Patrimonio Municipal, se da la circunstancia de que su nombre evoca -malgré lui,ya que es difícil imaginarse que quien así lo bautizó lo hiciera con intención de escarnio- por asentarse precisamente en el mismísimo lugar del crimen, en el solar de una de las mayores fechorías perpetradas contra el patrimonio de la ciudad: como culminación de un proceso de deterioro motivado por su concienzudo abandono durante décadas, el barrio de la Coracha -un singular documento cultural y arquitectónico fue demolido a mayor gloria de la alcaldesa Celia Villalobos. Antes de inaugurarse se le llamaba Museo de la Ciudad -lo que hizo a algunos ilusos fantasear con algo similar al CCCB de Barcelona y se abrió al público si necesidad de que tal museo tuviera dirección, proyecto ni colección, con una exposición de obras prestadas por Aena (Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea, en aquellos tiempos en manos del entonces ministro Álvarez Cascos, tan amante él del arte). La exposición se subdividía, por plantas del edificio, en: abstractos, figurativos y «últimas adquisiciones, casi todas compradas en la pasada edición de ARCO»; rigor que culminaba con un Botero expuesto en las inmediaciones del edificio. Y, salvo alguna rara excepción, ese es el tono.

Con una clarividencia digna de encomio uno de los proyectos de Felicidad Museística se propone trabajar sobre el Museo Martín de Larios, un museo que no existe; que todavía no existe, pero que puede, en cualquier momento, en cuanto la chispa prenda en algún cráneo privilegiado, ser realidad -que, en cuanto a museos, en esta ciudad no se puede decir no hay tal lugar ni non plus ultra-. El que sería nombrado por Isabel II, primer marqués de Larios es el patriarca de una casta de comerciantes e industriales (textil, seguros, sal, bodegas y vapores) adinerados van a ser ennoblecidos por los borbones, y llegarán a convertirse en banqueros poderosos a través del tejido de una red mercantil-familiar basada en la estrategia de enlaces matrimoniales entre los vástagos de los clanes de empresarios. Que muriera en París, en 1873, en el exilio al que le llevó la Revolución Gloriosa, tras salvar la vida por muy poco, perseguido por sus propios obreros, da una idea aproximada de que la consideración hacia su persona y méritos distaba de ser unánime.

Por lo que respecta al Museo Ruso -una selección de obras de la colección del Museo estatal de arte ruso de San Petersburgo- nos encontramos, por una parte, con el indiscutible carácter macdonalizado de ciertos nombres familiares al aficionado mid-cult, productos que, ostentando ciertos rasgos de la alta cultura son fácilmente susceptible de adaptarse al consumo masivo. Marcas como Kandinsky, Tatlin, Chagall€que al que más y el que menos algo le suenan. Y por otro lado, la extravagancia exótica de la pretensión de esperar que el aterrizaje masivo de una serie de ovnis con la firma de Vereschagin, Repoin, Levita, Venetsianov o Brulovvayan a «convertirse en el foco cultural más importante del oeste de Málaga, en unos distritos con más de 200.000 habitantes». Tan excéntrico todo que seguramente se trate de otra cosa que todavía no alcanzamos a comprender.

En un lugar que podría ser escenario de una saga que se titularía Del Carrefour al Pompidou se va a abrir la primera franquicia fuera de Francia del Centre Pompidou, en un lugar emblemático de ese tipo de arquitectura concebida como imagen, como icono del ya se verá qué característico de esas operaciones de privatización de espacios públicos, como ha sido la transformación del llamado Muelle Uno del puerto de Málaga en un centro comercial. Bajo esta perspectiva, el proyecto de sala de exposiciones que se plantea parece diseñado a fin de su inclusión en los paquetes turísticos, para que los cruceristas no tengan ni siquiera que salir del puerto. Viendo los mismos cuadros que en cualquier otro sitio.Sin que haga falta saber ni dónde están.

Sólo el Cubidú y el Museo Ruso se llevan ocho millones de euros al año, ocho millones de dinero público. Y las obras de acondicionamiento del edificio han pasado, a un mes escaso de su inauguración, de los 3,83 millones de la adjudicación, a los 6.7 millones de euros. Sobre todo si se piensa en la provisionalidad del proyecto-en la que la casa madre de París ha insistido hasta la saciedad: el contrato es por cinco años, cinco. Parece que una foto inaugurando un museo -o similar- ante las inminentes elecciones no tiene precio. Se paga lo que sea. El franchising cultural consiste en el alquiler por parte de museos prestigiosos de parte de los fondos que no exhiben, obras de segunda fila(o de segunda para atrás) que no tienen la oportunidad de mostrarse, ya que el turismo masivo acude a verlas obras maestras, las mismas de siempre. Pero Louvre o Pompidou son marcas registradas como Prada o Gucci, e igual que las grandes marcas de alta costura tienen una línea de byproducts para el consumo popular -perfumes con su nombre, por ejemplo- mediante los que las grandes marcas de la alta cultura ofrecen la oportunidad de disfrutar del capital simbólico asociado a obras menores que no por ello dejan de lucir cierto aroma afín al de las obras maestras.

La figura del franquimuseo la inaugura el Guggenheim-Bilbao en 1997 con un alto grado de éxito en cuanto a la transformación de la ciudad en un objetivo de visita turística. A partir de ahí, el museo-fetiche se convierte en el sueño húmedo de todo político aspirante a pasar a la historia sin derramamiento de sangre. Los elementos básicos son mínimos: un arquitecto estrella,un edificio-espectáculo y una programación midcult y de tirón mediático. Por ejemplo, puestos a exponer algo conceptual,una exposición de Yoko Ono, que quién no la conoce. O una exposición de Armani (que quién no tiene una camiseta, aunque sea falsa), o de motos.

Guggenheims hay, además de la casa matriz neoyorkina y en Bilbao, en Venecia y en Berlín y en Abu Dhabi, en los Emiratos; y aunque fracasó en Las Vegas -nadie es perfecto- trabaja en una sede para Guadalajara (México) y Shanghai y Hong Kong.

El Lejano Oriente y Oriente Medio son mayoritariamente los polos de atracción de estas operaciones, que no dejan de tener cierto regusto colonial: anteriormente el sistema encubría su carácter depredador mediante la idea de exportación de modernización vía desarrollo tecnológico, y antes, mediante la retórica de la evangelización. El otro, sea el salvaje, el ignorante o el subdesarrollado -o el periférico del sur- no tiene más remedio que incorporarse, de un modo u otro, a una modernidad global definida por los viejos imperios coloniales. Y no deja la memoria de evocar la escena tópica del timo del intercambio de oro por cuentas de vidrio. Es una constatación dolorosa del síndrome del colonizado, que ha asumido su inferioridad y se ve obligado a importar la verdadera cultura, lo que de verdad importa.

El acto final de esta tragicomedia es que esa obsesión por diferenciarse para así atraer inversiones vinculadas a la industria turística, esa carrera por la distinción recurre en todas partes a los mismos recursos que ya hemos señalado: arquitectos-estrella, edificios emblemáticos y marcas de prestigio€, Concluyendo en una homogeneización e indiferenciación total, lo que se salda con la imposibilidad de competitividad ninguna dada la semejanza extrema alcanzada por su banalización. Se dibuja en la retina fácilmente un horizonte sembrado de ballenas varadas y de elefantes blancos, pues el modelo de Málaga como ciudad de museos es el mismo que el de Dubai, que el Abu Dabhi o Doha. La única diferencia es de grado. Una vez más, de cantidad.

La expansión de las pautas culturales tiene como objetivo ser absoluta: no sólo que veamos en todas parte museos con obras de los mismos artistas canónicos de la cultura occidental constituida en global, sino que en cualquier lugar del mundo veamos las mismas películas, se vista igual y se coma lo mismo. Todo previamente decidido. Es la lógica de la franquicia. Y de la subcontrata: alguien, en tu lugar, construye tu memoria, hace un museo, organiza tu boda, o decora nuestra casa o diseña mi imagen personal, y pasea y educa en mi lugar a mi perro o a mis hijos.

Fábricas

La reutilización de antiguas fábricas como espacios dedicados a cultura ha sido una práctica común en los tiempos recientes. Y lo mismo ha sucedido con cárceles y cuarteles. En estas transformaciones podrán verse ecos de viejas promesas libertarias, resonancias de los movimientos revolucionarios que aspiraban a la demolición de esas maquinarias de opresión y tiranía; pero en realidad son la prueba irrefutable de que aquellos dispositivos de control y castigo quedaron obsoletos y que el orden se mantiene a base y a través de mecanismos mucho más sutiles, entre los que la cultura, entendida como entretenimiento y espectáculo, como bien de consumo y mercancía, se revela como el más sofisticado ingenio de creación de consenso.

Parecería que el museo hubiera renunciado a su finalidad originaria, su función formativa, educativa, de dotar de sentido a la identidad colectiva, de pertenencia a la ciudadanía€ pero si esto no está ya entre las prioridades del museo postmoderno, del postmuseo, sin embrago esa función la ejerce, solo que ahora mediante la seducción y la mareante oferta continua de novedades. Y la identidad que se construye es la del consumidor global. Cuando Adorno proponía la analogía museo-mausoleo -los museos como tumbas de las obras de arte del pasado- ni se imaginaba que aquel rancio modelo, el museo aquel del vigilante que daba cabezadas, el inhóspito y frío museo que querían dinamitarlos futuristas, lo iban a acabar liquidando la codicia y las avalanchas de turistas. Y nosotros íbamos a terminar echándolo de menos.