Pasado ya el domingo de reinserción -a la vida normal- y tras tomarle el relevo al anterior inquilino del Sepulcro como dos luchadores de pressing catch que se chocan las manos estigmatizadas, paso a relajarme a la fresquita en la cueva; eso sí, con la piedra redonda de par en par por el calor. Tres días en Madrid y ocho trenes en una semana, un camión de Mahou asaltado y doce horas por día delante de la pantalla del estudio han dejado a vuestro zurdo hecho un mártir del rock. Y aunque parezca mentira la santa semana ni ha rozado la agenda ni ha entorpecido los pasos de un servidor por primera vez en la vida. Eso sí que es un milagro.

Bueno, casi, las narices me la han tocado pero en la distancia... El viernes me estuvo contando mi chica por teléfono que se encontró a un perro abandonado con el chip arrancado por mitad de la carretera a punto de provocar un accidente; tras llamar a emergencias tres veces terminó comunicando con la Policía, que le contestó: «Déjelo suelto o amárrelo a una farola usted... ¿No entiende que está la Legión en la calle?». Después, el click que finiquitaba la llamada. En fin, acabo con el tema que luego me dicen que tengo una visión sesgada de este sagrado espectáculo.

También hay que contar la parte amable de todo esto, no me vayan a tildar de hater religioso: Madrid estaba vacía porque estaban todos aquí, eso es de agradecer, el tiempo acompañaba y parecía en centro de la capital una mezcla de Abre los ojos y The walking dead maravillosa. Casa Paco fue nuestro fortín diario y sus torreznos nos hacían fortalecer el cuerpo para las sesiones maratonianas en el estudio, que tan buen fruto nos dieron; ya sólo faltan los pianos y hammonds y la guinda total a este pastel rockero, con la mayor colaboración que podría soñar... Parece mentira que este mes quede todo listo, que esté todo sonando a gloría bendita.

Ahora que recuerdo... He de confesar que yo también saqué un trono, pero a punta de pistola, eso sí, así que puedo hablar con toda la conciencia de causa.

La noche malagueña de hace diez años, sin crisis y en uno de los bares de moda, en plena semana grande religiosa, donde un gran amigo era dueño y toda la pléyade de concejales, capillitas de alta alcurnia, deportistas y todo tipo de personalidades pasaban por allí; incluso yo -no era mi ambiente pero me lo pasaba genial con sus ocurrencias y sus locuras-: siempre me estaba llamando y liando en todas sus aventuras. Una noche, estando en un grupo de amigos, le tuve que caer bien a uno de ellos, que insistía en que yo tenía que sacar un trono, porque, dijo, soy «muy grande», «muy ocurrente» y tengo «mucho arte». La exaltación de la amistad subía el listón a cada hora que pasaba, y yo, creyéndome que me iría a librar diciéndole que estaba conforme, pensando que mañana no se iba ni a acordar de mi careto, pues acepte por no seguir escuchando la cantinela. Un año después veo una llamada del dueño y amigo del bar que me dice, que en cinco minutos está debajo de mi casa para ir a tallarme. ¿Tallarme, eso no es para la mili? Efectivamente, el claxon de la moto sonaba debajo de mi ventana; me monté detrás, camino del centro y para sorpresa mía, aparcamos frente una casa hermandad, donde el tipo de hace un año lo estaba esperando en la puerta: «Sabía que no te ibas a olvidar». La madre que me parió... Uno de los pocos compromisos nocturnos que no se difuminan tras el desayuno. Cuando llegó el día de sacar el trono, me fui dando cuenta poco a poco, y sin salir de mi asombro, de que la mayoría de conocidos y clientes habituales del bar estaban allí en el mismo compromiso que yo, con la carita descompuesta y sonriendo cada vez que mi amigo -que, por supuesto, estaba en cabeza de trono- se giraba para darles ánimo: «Vamos ahí, mis hombres de trono, me cagüensataná». Frase verídica. En fin, la pasión la prefiero en la cama que recolgado a un varal. Sin acritud.