Aún me cuesta entender cómo el profesor responsable de la programación del Cine Club de mi internado inglés se atrevió a proyectar el inmortal filme de William Friedkin El exorcista. Fue, desde luego para él, un error de cálculo, porque la visión de este clásico del verdadero cine de terror real (ya desgranaremos el sentido de real) provocó en los alumnos que podían asistir (habiendo cumplido los dieciocho años) auténtico pavor que se concretó en noches de insomnio y en la huida de un joven que regresó caminando a su casa porque temía «que le fuese a suceder algo muy malo». El profesor en cuestión (que era asimismo nuestro profe de literatura anglosajona) fue, por supuesto, relevado de su cargo de programador del Cine Club, recibiendo una fuerte reprimenda verbal. En Hollywood Maldito, versión aumentada y profundizada de un trabajo anterior, sin duda una de las mejores obras de ensayística fílmica y sociológica que haya salido de la pluma del prolífico Jesús Palacios, se le dedica un capítulo entero.

Aunque entretejiendo constantemente temáticas e hilos, que aúnan en su texto, la exploración de los hechos malditos objetivos en torno a films malditos, análisis socio-cultural e historia del cine, y también el imprescindible Hollywood gossip (cotilleo), la dialéctica crítica del libro se divide en dos corrientes: la dinámica del terror y el mal cinematográfico en sí y la narración de la fenomenología luctuosa que ha generado esta cinematografía. La dialéctica del mal y del más allá comienza con el mítico Nosferatu de Murnau y acaba mentando a los productos espurios de la gran narrativa cinematográfica, como los falsos documentales, que a buen juicio del autor, quiebran esa suspensión de la incredulidad al atentar contra el espíritu y el compromiso ético del realismo entre filme y espectador, caso de la tan cacareada The Blair Witch Project.

La quintaesencia del vampiro que encarna Max Schreck con vanguardista creación actoral, los Cárpatos que son los Cárpatos, los ataúdes auténticos, el trasfondo ocultista real de Albin Grau, el productor (un iniciado que inventa Prana Film) y la insobornable maestría de Murnau rinden el mejor homenaje al Dracula de Stoker y crean un clásico fantástico que penetra en la mente colectiva y se suma a los arquetipos modernos de la imagen. Esa fenomenología paranormal cobra más intensidad cuando Palacios nos conduce a la historia real de The Exorcist y su filmación. La credibilidad empírica de esta adaptación de la novela de William Blatty alcanzó cotas muy elevadas de verosimilitud, que junto a los primeros efectos especiales avanzados (pre-digitales), le imprimieron ese sustrato sombrío y terrorífico a una historia local y doméstica de posesión, absolutamente creíble y, por tanto, casi insoportable, al alcanzar los máximos y peores fenómenos de la posesión (la glosolalia (hablar en todas las lenguas), la rotación del globo ocular, el giro completo de la cabeza, los esputos y la blasfemia).

Diálogo moral

Palacios va más allá de una mera enumeración del aparato y andamiaje de la realidad del mal. Emprende una disección sociológica del diálogo moral que suscitó la película, con un Vaticano que no la condena y un elenco de voces religiosas y políticas que desgranan y opinan, censurando o no, la exposición de tan tremendo y extremo estado de sufrimiento y desviación. El mal como el imbatible (solo podemos atajarlo y contenerlo) enemigo del bien que desvirtúa y posee el destino del hombre retorna a la sociedad posteológica, poniendo en tela de juicio el positivismo de la era industrial y científica, que le reserva a las creencias un cómodo segundo o tercer puesto en las filas de lo privado, sin verdadero influencia en el devenir de las cosas.

Terreno colindante y fascinante, es el que también desbroza el autor al realizar un pormenorizado pos-análisis del gran clásico Rosemary’s Baby, pues si El exorcista conjuraba luchas atávicas y primigenias con el mal, el film de Roman Polanski nos zambullía en el ambiente perfectamente integrado y aledaño del satanismo. Al escoger el fabuloso y temible Dakota Building, hermosa construcción déco, y al imbricar el pacto vecinal de unos seguidores geriátricos del Ángel Caído en un edificio cargado de misterios, Polanski estaba creando un escenario que la realidad tornaría pesadilla culminante del terror. Manson y sus zombis, las chicas del gurú y los jóvenes de voluntad robada, cometerían un crimen de atroces proporciones, y de una oscuridad sangrienta que rivalizó con el horror de Jack el Destripador.

El brutal asesinato de Sharon Tate y otros cuatro inocentes era la forma contemporánea del mal, consecuencia de una personalidad enferma, delictiva y adictiva que la sociedad avanzada había permitido crecer en sus márgenes. Podríamos, para cerrar este breve recorrido por la dimensión socio-político de estas creaciones artísticas, evocar el asesinato que un joven e impresionable londinense cometió, matando a su novia, después de haber visto el desaparecido filme de Lon Chaney, London After Midnight, considerando el juez como atenuante el efecto perverso y malicioso de esa cinta maldita.

Leyendo hace poco, la introducción a la segunda reelaboración de Justine, recuerdo que Alphonse Donatien Louis de Sade nos explica que la infinita (y tediosa) lista de violaciones, depravaciones y crímenes que se suceden en el castillo de la Selva Negra, empiezan tras escuchar una historia contada. Es el modelo dado, el relato preexistente, que inspira su terrorífica copia real, la imagen impresa en la mente que fecunda la acción. Éste es el inmenso poder del universo cinematográfico que se torna maléfico cuando los parámetros de la recepción y la contención no funcionan, bien a niveles individuales (patologías mentales), bien a niveles generales (el Tercer Reich).

Palacios se despide con una reflexión estética y ética, fiel a su defensa de los altos valores y la alta cultura del arte. El terror de la era digital con su perfeccionamiento del efecto especial erosiona y daña el imperio de la realidad y su credibilidad. Vivir lo fantástico y el terror sublime sin haber llegado a él por los intersticios y las fisuras de lo real, es matarlo, y convertir en objeto de consumo (como el amor, la pasión, el viaje y casi todo), travestir lo sagrado y lo desconocido que aún anida en esa caja de Dios que es nuestro cerebro.