Lo que ha hecho Dadi Dreucol es, sin duda, la operación artística más valiosa realizada en Málaga en mucho, muchísimo tiempo. Porque esto no es cultura de escaparate ni de crucero; no, esto es un artefacto que mueve a nada más y nada menos que la reflexión, algo que parecíamos haber olvidado entre tantos ignotos rankings internacionales y justificaciones de supuestos éxitos en números inflados. En la ciudad de los museos y de los grafitis millonarios -con ese Soho adornado con retratos de Notorious BIG y 2Pac- se ha multado a un artista por pintar en la calle sin permiso, aplicándole esa especie de ley de "vagos y maleantes" que grava con la misma cantidad -251 euros- realizar un mural y dejar el truño de tu perro. La cosa da para muchas preguntas, y eso es lo que nos plantea Dreucol: ¿Vale todo para el grafitero, o éste debe conformarse con las paredes que les ceda la autoridad competente? ¿Vale todo para la institución, puede aprovecharse del aire 'cool' del arte urbano para ofrecer una imagen moderna de sí misma y de la ciudad pero sólo cómo, cuándo y dónde le convenga? ¿El arte urbano debe volver a ser clandestino? ¿Ha perdido algo de su esencia en ese viaje del underground al ground que ha vivido en los últimos años?

Guillermo de la Madrid, del blog Escrito en la pared, declaró en una ocasión: «Las instituciones mantienen por un lado la tipificación de esta actividad como ilegal, independientemente de que las intervenciones tengan un carácter más o menos artístico, pero también se muestran interesadas por explotar de alguna manera el innegable potencial que el arte urbano tiene a la hora de transmitir una imagen de modernidad y transgresión que a menudo resulta también indudablemente atractiva para las instituciones». Al final, las instituciones, los políticos, los señores con corbata que no saben quién es Basquiat, despojan al arte urbano de lo que realmente le identifica; como dice la crítica de arte Amanda Cuesta, «sin transgresión el grafiti es decoración, pintura mural al uso». Menos mal que Dreucol ha venido a recordarnos que el arte urbano, aunque cada vez más cómodo en museos habituales, no debe olvidar que su esencia no está en la subvención municipal. Por algo se le dio en llamar 'street art' ('arte callejero'); si se hubiera pretendido otra cosa, si esperar el beneplácito de los señores que mandan es una condición sine qua non, le habrían llamado 'office art' ('arte del despacho').