Al igual que el sombrío personaje que le haría mundialmente famoso, Christopher Lee (Londres, 1922/Londres, 2015), hijo de una aristócrata italiana y de un coronel del Ejército británico, daba la extraña sensación de que nunca desaparecería del todo, que su permanencia en el mundo de los vivos tenía visos de eternizarse pues, además de exhibir una vitalidad inquebrantable descartando hasta el fin de sus días, pasada ya la frontera de los 90 años, la posibilidad de abandonar su carrera profesional, cada vez que salía en la pantalla, erguido como un pino y tocado, durante sus últimos años, por una poblada y pulcra cabellera blanca, el público seguía percibiendo su enérgica autoridad frente a las cámaras, con ese gesto entre sereno y temible que tanta vida inyectó, sobre todo a personajes que carecían de ella, y que, para muchos de sus admiradores, se convertiría en una de sus más preciadas señas de identidad como intérprete.

En sus últimas actuaciones estelares, como la del maligno Saruman de la trilogía de El señor de los anillos, del australiano Peter Jackson, o la del Moff Tarkin de Star Wars, de George Lucas, ambos cineastas nunca ocultaron que la intervención de la estrella en sus respectivas sagas respondía a una clara intención de tributarle un homenaje «a un mito cinematográfico de incalculable valor para todos los que amamos el gran cine y una de las presencias más imponentes de hemos podido contemplar jamás en una pantalla», explicaba Jackson.

En similares términos se expresaba, años más tarde, Tim Burton al incluirle en películas como Sleepy Hollow (1999), La novia cadáver (2005), Charlie y la fábrica de chocolate (2005), Alicia en el país de las maravillas (2010) y Sombras tenebrosas (2012), algunas visiblemente inspiradas en los viejos clásicos protagonizados por Lee. El británico Guy Hamilton fue otro director que contó con él, y con similares propósitos, para encarnar al cínico y ambicioso Francisco Scaramanga, el adversario de James Bond en El hombre del brazo de oro (1973), uno de los villanos más astutos y abyectos de la legendaria serie de Albert R. Broccolli. Con Richard Lester, otro ilustre compatriota suyo, tendría una nueva intervención estelar encarnando al malvado conde Rochefort en Los tres mosqueteros (1973) y en su continuación El regreso de los mosqueteros (1989), papel que logró bordar tras las oportunas directrices marcadas por Lester antes de iniciarse el rodaje: «No hagas de Christopher Lee, le decía, el pérfido conde que interpretas es mucho peor persona que tu conde Drácula».

Así pues, con su muerte, víctima de una crisis respiratoria, no sólo desaparece uno de los intérpretes más versátiles e icónicos que ha generado el cine durante las últimas cuatro décadas -a pesar de la larga nómina de filmes mediocres que salpican su vasta filmografía- sino una manera muy peculiar de reflejar en la pantalla la recreación mítica de un personaje de tanta raigambre literaria y de tanto calado popular como es -y lo será, sin duda, por los siglos de los siglos- el legendario conde Drácula que engendraría, en 1897, la enfebrecida imaginación romántica del escritor irlandés Bram Stoker en su empeño, muy común entre los escritores y poetas de su época, por encontrar ciertas respuestas existenciales en los límites de la realidad.

Una figura que, a partir de su primera aparición en Drácula (Horror of Dracula, 1958), del también británico Terence Fisher, logró remover los cimientos del género fantástico, mostrándonos un nuevo escenario dramático donde el erotismo cobraba un inusitado protagonismo y el color, más incandescente y agresivo de lo que era habitual en las producciones de aquellos años, se transformaría en un elemento expresivo de primer orden. «Cómo no iba a incidir especialmente en los colores, matizaba Fisher, si el principal protagonista de aquellas películas era el rojo intenso de la sangre, la símbólica sangre de la que dependía Drácula para conservar su poder omnímodo sobre la vida y la muerte».

Pero antes de asumir el arriesgado compromiso de dar vida al patriarca supremo de todos los vampiros, Lee paseó su hierática y elegante silueta por decenas de filmes del más variado pelaje, apareciendo fugazmente junto a estrellas ya consagradas, como Gregory Peck (El hidalgo de los mares, 1951), Burt Lancaster (El temible burlón, 1952), José Ferrer (Moulin Rouge, 1952), Peter Finch (La batalla del Río de la Plata, 1956), Laurence Harvey (Tempestad sobre el Nilo, 1956), Olivia de Havilland (La princesa de Éboli, 1954) o Trevor Howard (El infierno de los héroes, 1956) hasta que Fisher lo convoca, en 1957, para encomendarle el papel de la criatura del doctor Frankenstein en La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein), un trabajo que le permitió, por vez primera, romper con el estigma de actor de reparto que arrastró durante demasiados años e ingresar de lleno en el hall of fame del cine internacional.

Su encuentro con el personaje de su vida, que se originó gracias a su conexión profesional con los paradigmáticos estudios Hammer, la franquicia que devolvió, renovada, la galería de los grandes mitos del terror que creó la Universal en la década de los años treinta, supuso un punto de inflexión crucial en la carrera de Lee y un fuerte impulso para la citada compañía con la que trabajó en más de 30 títulos, algunos de los cuales, como El perro de los Baskervilles (1959), de T. Fisher; La momia (1959), de Jimmy Sangster; Las manos de Orlac (1960), de Edmond T. Gréville; El sabor del miedo (1961), de Seth Holt; Drácula, príncipe de las tinieblas (1966), de T. Fisher, o Las cicatrices de Drácula (1970), de Roy Ward Baker, han logrado superar, con nota, la inexorable prueba del tiempo, transformándose en piezas determinantes en la evolución histórica del género.

Prestigio

Tal fue así, que a partir de esta experiencia, su prestigio se extendería rápidamente por todo el mundo hasta convertirse, como sucedió en su día con otros iconos como Boris Karloff, Bela Lugosi, Lon Chaney o Vincent Price, en uno de los grandes nombres propios del fantastique y la admiración popular por la Hammer adquiriría, en gran medida gracias a su activa participación en muchas de sus producciones, un tono cuasi devocional, tal y como lo ponen de relieve las legiones de admiradores que, aún hoy, le siguen rindiendo culto a lo largo y lo ancho del planeta como el laboratorio de imágenes fantásticas más prolífico y rompedor de la historia tras el advenimiento del expresionismo alemán. La influencia de estos modestos aunque audaces estudios cinematográficos llegaría incluso a nuestro propio país de la mano del cineasta experimental Pere Portabella y del inefable Jesús Franco, dos directores de gustos y estilos diametralmente opuestos que, con Lee como protagonista, afrontaron su propia revisión del mito en Cuadecuc, vampir (1970) y El conde Drácula (1970), respectivamente.

Es un hecho fácilmente constatable que, entre los numerosos actores que la han abordado, desde los lejanos tiempos del enigmático Max Schreck en Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens, 1922), de F. W. Murnau, hasta el atormentado Gary Oldman de Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker´s Dracula, 1992), de Francis F. Coppola, la suya fue la reencarnación más convincente y rotunda, la que logró penetrar con mayor intensidad en el imaginario popular y, sobre todo, la que mejor definió la sobrecogedora soledad que envolvía al personaje en su trágica y errabunda existencia. Lee, con sus casi dos metros de estatura, su turbia e hipnótica mirada y su acentuada delgadez construyó su propio personaje lejos de cualquier estereotipo. Arrinconó, a partir de entonces, su largo pasado como telonero de grandes estrellas en decenas de películas del montón y marcó su propio territorio en medio de una industria que ya empezaba a mostrar ciertos signos de innovación, como algunos años más tarde se demostraría, con ese vendaval de imaginación y de pulsión de cambio que sacudió a la mayoría de las cinematografías europeas.