Meterme en berenjenales señalando con el verbo las irregularidades, las injusticias y la mediocridad es uno de mis pasatiempos favoritos; uno, que tiene bastante poco que perder -desconvocarme en algún festival estival que otro y poco más-, porque, mire usted, el pan mío de cada día es escaso pero tiene el sabor suculento de la dignidad: los brazos por lo alto y el alabarle el gusto a punta de pistola a las criaturas no son el fuerte de este que suscribe. Pero, a partir de ahora parece que, encima, nos están invitando a ponerle un radar limitador de libertad a la máquina de escribir, a las aceras y a cada individuo patrio al que se le caliente la tostada y se le ocurra abrir la boca. No hay peor corralito que el que se le practica a la libertad. Como diría el gran Perich, «Gracias a la libertad de expresión hoy ya es posible decir que un gobernante es un inútil sin que nos pase nada. Al gobernante, tampoco». Je suis Charlie€ a ratos.

Los genes tienen mucho que ver en esto. Me contaba mi padre que organizaron una cooperativa de viviendas y a él lo cogieron de vicepresidente; de eso hace ya unos cuarenta años... Una vez, un capitán militar que se compró uno de los pisos que hicieron ellos, altivo y prepotente, acusó a la cooperativa de quedarse con dinero de los materiales, porque se atascaba el desagüe de su vivienda, insistiendo en que tenían que levantarle la solería que habían puesto y, de paso, cambiarla por una de mármol que había traído. El presidente le advirtió suavemente a mi padre que lo mejor sería aceptar la ofensa y pagar sin chistar los arreglos de la vivienda. Don erre que erre se llama Joaquín Meléndez. Seguro de que no se habían llevado ni una peseta de nada y la construcción estaba en perfectas condiciones: todos los vecinos estaban contentos; el único que protestaba por todo era ese señor que, aprovechando su particular ley mordaza, hacía y deshacía a sus anchas. Cansado de ello, mi señor padre se arrastró por medio metro de falso sótano para intentar abrir el bajante de su casa a ver qué pasaba, y cuál fue su sorpresa que tras meter una fregona sacó un trapo que parecía los trozos de un fajín patrio hecho jirones, que por lo visto la mujer se había entretenido en incrustar por el desagüe para que tuvieran que levantar la solería de la casa y le pusieran una de mármol que a saber de donde lo había sacado este caballero. Fuera le esperaban el presidente y gran parte de la cooperativa. A la señora y el capitán, nada más salir de la arqueta, les enseñó los jirones patrios y les pidió que se disculpara. Este señor en vez de bajarse del burro le llamó «ladrón» y con el mochó llenito de porquería no tuvo otra idea que pasárselo por la boca al militar: «Te voy a lavar la boca, hasta que pidas perdón, sinvergüenza». En fin, parece que no le pasó nada.

También me contaba, para hacerme una idea del ambiente de opresión en la época, que los malos modos en el funcionariado estaban al orden del día. Una vez fue a hacer unas gestiones y dio sus buenos días al oficinista de turno, que, por supuesto, ni levantó la cabeza; a la segunda vez que le dijo «buenos días» tampoco encontró respuesta, la tercera pegó tal manotazo a la mesa que por poco le da la vuelta al señor funcionario: «¡Que buenos días le he dicho!». Sin mirarlo a la cara le pregunto qué quería, le entregó los papeles y el señor se los devolvió arrojándoselos al suelo: «Ahí tiene usted sus buenos días». Ya en comisaría el tipo decía que no sabía cómo lo había sacado del puesto por la ventanilla con una mano un tipo tan bajito... Menos mal que un policía que andaba por allí vio como se produjeron los hechos y parece que también sufría la prepotencia de los señores de ventanilla. Por eso todavía tengo padre.

Siempre vi ese espíritu de no doblegarse ante nadie para conseguir con honradez lo que otros conseguían en el bar. Mi padre pudo haber llegado muy lejos en muchas cosas, pero su carácter estoico e inamovible le cerró muchas puertas de las cuales se siente muy orgulloso de no haber abierto. Hoy tendrá menos dinero en la cartilla, pero la conciencia sin jirones de fajines patrios que obstruyan su descanso. Bendito seas, don Joaquín, una y no más.