Acaba de cumplir 72 años, la edad, manifiestamente encorvada, en la que las viejas estrellas empiezan a venerar mascotas y a estercolar los escenarios con una versión exprimida, y casi póstuma, de su viejo impulso. Cualquiera, y más en una gira de aniversario, podría esperar, en esas circunstancias, una actuación sentimental, de funcionario entablillado en trucos y dirigida sin pudor hacia una masa de seguidores acríticos con los que compartir el gusto por la nostalgia y las canas embebidas en tinta. Sin embargo, Maceo Parker, vigorizado hacia la incandescencia, está aquí para decir que este tiempo, cualquiera que sea, es el suyo, con independencia de que se trate del actual o ese otro, el primero en verle en los grandes escenarios, en el que caracoleaba con su saxo al lado de James Brown y de la fabulosa tropa de músicos que todavía le siguen en muchas de sus aventuras.

La noche del miércoles, como en el festival de jazz de Málaga de hace un lustro, Maceo Parker volvió a latigar los asientos del Teatro Cervantes desde ese tiempo, desparramado en esa manera tan propia de lograr que los comienzos se parezcan a la consumación en suspenso de la cima; los conciertos del americano parecen siempre arrancar desde el apoteosis, con todos los fuegos encendidos, como si en lugar de presentarse entre el carraspeo y el ruido de madera de los espectadores apareciera dos horas más tarde, en plena transustanciación de la magia y de la comunión con el público. Nada más pisar el escenario, con sus gafas de viejo bluesman, Maceo Parker provoca un estallido; es el saxofonista uno de esos genios carismáticos del directo cuya sola presencia basta sin más para llenar un espectáculo y frente a los que uno recuerda con regocijo casi al final que, además de todo, también saben tocar y tocan. E incluso, por momentos, en oleadas de sensualidad frenéticas y sublimes, con un desaparpajo de fe que hace que sus músicos de acompañamiento -excepcionales y curtidos- parezcan extensiones que han ganado autonomía de esa misma forma de entender la música y el espíritu.

Sin trucajes, con una narración conjunta salvaje y al mismo tiempo prolija, Marceo Parker volvió a aplicar en Málaga su fórmula favorita, aquella que define su estilo como un 98 por ciento de funk y un 2 por ciento de jazz, lo que, en el fondo, tan sólo es una abstracción matemática de una interpretación de la vida que guarda mucha concomitancia con los berridos jazzísticos de esa otra aristocracia de su apellido; el dios del funk al que le reza Parker es el dios que entiende el talento por encima del encilopedismo y defiende con voluptuosidad el puro presente. Y eso se nota en todo su espectáculo, engrandecido por el perfecto idilio que mantiene con músicos del voltaje de Greg Boyer -fantástico y cálido- o Bruno Speight, al que se le vio abundar en escalas de resonancia hasta flamenca con su rasgueo virtuoso e informal, hecho de dedazos rítmicos.

Parker, como su equipo, despliega su erudición discretamente, en medio de la fiesta, mezclando los homenajes a amigos como Ray Charles o Ellington con pasajes en los que viaja todo el alegre magnetismo de la música negra. Leyenda en estado puro, diseminada en Málaga en otras leyendas, como la combustión de Dennis Chambers a la batería o la belleza a marejadas de Darliene Parker y Martha High, coristas de lujo.

Maceo Parker

TEATRO CERVANTES (FESTIVAL terral)

Saxo alto y voz principal: Maceo Parker. Bajo eléctrico: Rodney Skett Curtis. Batería: Dennis Chambers. Guitarra eléctrica: Bruno Sepight. Trombón: Greg Boyer. Coros y voces: Darliene Parker y Martha High